Historias para contar…

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Historias para contar…

No siempre nos encontramos con historias como la que os voy a dejar. Vivimos en un mundo global, socialmente indiferente, lleno de tecnologías y de pequeños mundos que hacen del hombre de hoy un ser insaciable, harto de cosas y a la vez sediento de lo que de verdad pueda llenarle. El amor es el fundamento, y donde comienza nuestra vida en el espíritu porque, no nos engañemos, en la medida que seamos espirituales, hombres y mujeres de Dios, seremos humanos, hermano de nuestros hermanos, dispuestos a llevar todo lo que recibimos de Dios a los demás.

Este año, en el que además celebramos el Jubileo extraordinario de la Misericordia, por iniciativa e inspiración del Papa Francisco, puede ayudarnos a pensar en tantas vidas rotas y malgastadas a impulsos de una sociedad consumista que no piensa sino en satisfacer el propio deseo y no mira el rostro sufriente de Jesús en tantos hermanos sedientos de ese amor que sólo Dios da y que sin el no podemos ir a ninguna parte.

La misericordia pone corazón donde hay dolor y miseria, porque en realidad, todo cristiano debe vivir desde ahí desde la entrega con corazón humilde y amor que sana, porque además, todos necesitamos de alguna manera ese amor, y todos debemos ser portadores del amor que hemos recibido porque si no hay entrega, no hay verdadero amor. El egoísmo no puede cerrarnos el corazón, y todos tenemos derecho a la vida, esa vida que Dios nos regala cada día, y aunque sea eso, sólo un dia, pero la vida de un día, es un don maravilloso y un auténtico regalo de Dios.

Aquí os dejo la historia contada por el sacerdote de la diócesis de Madrid, Javier Alonso.

LA VIDA CABE EN UNA HORA

La vida de María Victoria duró una hora exacta. Dio mucho amor a quienes la besamos y, de repente, se marchó. En mis veinte años de sacerdocio nunca se me había hecho un regalo tan inesperado…
Las doce de la noche no son horas para llamar por teléfono, es una frontera psicológica que marca el inicio de la preocupación. Sin embargo, para un capellán de hospital es cosa ordinaria, un asunto que no espera demora. Una familia está a punto de dar a luz a su cuarto hijo, es niña y llega con síndrome de Edwards (me tuve que ir a Wikipedia para saber qué me estaban diciendo), una trisomía incompatible con la vida.

Bajé a paritorio para hablar con los padres. Me dijeron que, si nacía con vida, querían bautizar a su hija María Victoria. Tenían el aspecto de familia corriente, expectante ante la llegada de un nuevo milagro. Según Wikipedia la niña podía vivir unas horas, una semana, quizá un mes, pero no más. Hablé con una matrona: «Bueno, hay madres que interrumpen el embarazo porque si el bebé llega con esa clase de incompatibilidad prefieren ahorrarse el dolor, en cambio las hay que escogen ver a su hijo». No entendí bien el argumento, porque el sentido común nos dice que cada vida, más allá de la voluntad de los progenitores, llega con afán de seguir adelante, ya le sobrevenga un tiesto en la cabeza con doce años, un ictus a los noventa, o una trisomía que solo les ponga una semana por delante.

Subí a mi habitación avisando de que me llamaran inmediatamente en el momento del parto. María Victoria nació sin llorar, pronunciaba rítmicamente una escasa variedad de hipidos, estaba cetrina pero era guapa. No tenía las arrugas típicas de los bebés, que ya llegan al mundo lamentándose de un trauma. Tenía las facciones perfectas.

Bautizada para la vida eterna

María Victoria llegó a la vida dormida, sugiriendo que por favor no la molestaran. La bauticé sobre el pecho de su madre. Yo era consciente de que era un momento que llevaba en su envés una marca histórica, el niño que ve nevar por primera vez, el pie de Amstrong en la luna, la pulverización de una marca olímpica. Detrás de mí todo el equipo médico estaba quieto y callado, nunca tanto silencio se acercó tanto a una oración. La madre me dijo: «Padre, ¿es consciente de que acaba de bautizar a mi hija para el más allá y no para esta vida?». Y yo me callé, como si estuviera ante el David de Miguel Ángel.

El padre, muy emocionado, besaba a su mujer y a su hija sin ninguna clase de patrón. Llevaron la cama a una habitación aparte para que los padres tuvieran más tranquilidad. Entonces, no sé de dónde, aparecieron los hermanos de María Victoria. La madre les había dicho que muy pronto se iba a ir al Cielo y ellos querían estar allí, con su hermanita. Llegaron con un regalo, flores para la recién nacida, estaban dispuestos a no perderse la fiesta. Eran muy pequeños, de esas edades inciertas con las que uno nunca termina de atinar, no llegaban a los doce pero seguro que pasan de siete. La fueron besando con besos de bienvenida, no se estaban despidiendo, el suyo era un comité de recepción en toda regla. Y pusieron el cuarto patas arriba, se perseguían por aquella habitación de ocho metros cuadrados contando chistes inocentes, se hicieron cientos de fotos… La madre los mandaba callar: «Chicos, que nos van a echar del hospital», y los niños se reían, porque sabían que mamá estaba feliz y no hablaba muy en serio. Y entonces María Victoria se fue al Cielo, solo la madre se dio cuenta de que la niña ya no dormía, había dejado este mundo y sugirió a sus hijos que era hora de marcharse. Los chavales remolonearon, pero se fueron. Empezó un pequeño duelo en los padres, ahora sí eran lágrimas de despedida. Una enfermera se me acercó: «Envidio profundamente a esta familia». En el backstage, llegaron los funcionarios que hablaban de los trámites de la funeraria, de protocolos, papeleos, orden de actuación, pero eso ocurría en el backstage, yo viví otra cosa.

La vida de María Victoria duró una hora exacta, trajo la emoción de su nacimiento, mientras estuvo con vida dio mucho amor a quienes la besamos, y de repente se marchó. Todo estuvo allí muy concentrado, la emoción del parto, esa alegría inesperada de ponerse a vivir, como si viniéramos al mundo polinizados por un misterio profundo, la enfermedad y el momento de la separación. No hace falta decir que es la primera vez que veo el ciclo completo de una vida y quizá parezca extraño, pero aquella noche fue inolvidable. En mis veinte años de sacerdocio nunca se me había hecho un regalo tan inesperado.

Ahora, que leo una biografía de la inclasificable pensadora Simone Weil, me topo con una frase muy hermosa de Gustave Thibon: «La realidad profunda es demasiado eterna para ser actual».

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