La Vida Común

“Mirando a las primeras hermanas que el Bienaventurado Domingo estableció en el Monasterio de Prulla, en el centro de su “Santa Predicación”, las monjas, viviendo unánimes en casa, imitan a Jesús, que se retiraba al desierto para orar. De esta forma son un signo de la Jerusalén celeste que los frailes construyen con su predicación. Efectivamente, las hermanas en la clausura se consagran completamente a Dios, y, al mismo tiempo, perpetúan el carisma especial que el Bienaventurado Padre Domingo tuvo para con los pecadores, los pobres y los afligidos, llevándolos en el sagrario íntimo de su compasión” (Libro de las Constituciones de las Monjas Dominicas 35, I; Libellus de Jordán de Sajonia, 12).

dominicViviendo el carisma particular de Santo Domingo, en el corazón de la Iglesia, las monjas descubren que la contemplación dominicana está siempre impregnada de esta dimensión apostólica, porque el Dios que Domingo encuentra en el santuario íntimo de su compasión, es el Padre de misericordia y el Dios de compasión.

Vivir en la clausura la vida contemplativa dominicana y dedicarse completamente a Dios en el silencio, la penitencia, la oración y el amor mutuo, nunca podrá significar separarse completamente del mundo, porque comportaría descuidar la otra dimensión que honra la contemplación verdaderamente dominicana: “perpetuando aquella gracia singular que tenía el Bienaventurado Padre por los pecadores, los pobres y los afligidos, que llevaba siempre en el santuario íntimo de su compasión”.

Vivir la contemplación dominicana con el celo apostólico de Nuestro Padre Santo Domingo, encuentra su más profunda expresión en estas palabras: “Llevaba el sufrimiento de los pobres en el santuario íntimo de su compasión”.

Con su vida, tanto los frailes como las monjas, intentan lograr, hacia Dios y hacia el prójimo, una perfecta caridad, eficaz para procurar la salvación de los hombres, persuadidos que serán verdaderamente miembros de Cristo solo cuando se dediquen completamente a la salvación de las almas, a ejemplo del Salvador de todos, el Señor Jesucristo, que se ofreció a sí mismo por nuestra salvación. Hay diversidad de dones, pero uno solo es el Espíritu, una la caridad, una la misericordia. Es propio de los frailes, de las hermanas y de los laicos de la Orden “predicar por el mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Honorio III); mientras las monjas lo buscan, invocándolo en lo escondido, para que la Palabra que sale de la boca de Dios, no vuelva a él vacía, sino que dé fruto en aquellos a quienes ha sido enviada (cfr. Is 55, 10)” (LCM 1, II).

“Por tanto, toda la vida de las monjas se ordena a conservar concordemente el recuerdo de Dios. En la celebración de la Eucaristía y del Oficio Divino, en la lectura y meditación de los libros sagrados, en la oración privada, en las vigilias y en toda su intercesión, procuren sentir lo mismo que Cristo Jesús. En la quietud y en el silencio, busquen asiduamente el rostro del Señor y no dejen de interpelar al Dios de nuestra salvación para que todos los hombres se salven. Den gracias a Dios Padre que las llamó de las tinieblas a su luz admirable. Fijen en su corazón a Cristo, que por todos nosotros fue fijado en la Cruz. Practicando todo esto son realmente monjas de la Orden de Predicadores” (LCM 74, 4).

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