Domingo, 26 de marzo de 2023. V de Cuaresma.
Lectura del evangelio según san Juan (11,3-7.17.20-27.33b-45).
En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA
¿Hay algo más valioso que la vida para el ser humano? La amamos y cuidamos con ahínco, la buscamos ante cualquier anomalía o temor de perderla, incluso hay quienes arriesgan su vida (a veces con temeridad) y hasta quienes dan su propia vida. La muerte física, nos angustia, nos descoloca. Pero hay otra muerte que nos ronda sin cesar, al menos en determinadas épocas de nuestra existencia: la ausencia del sentido de la vida. ¿Para qué vivimos, luchamos y morimos? ¿Es una oportunidad, un don, o más bien, algo inevitable y aun insoportable?
Y, sin embargo, queremos seguir viviendo. Del núcleo mismo del ser humano surge un anhelo que nos mueve a desearla, a amarla, a cuidarla, a aceptarla. Y es tan valiosa que el centro mismo de la revelación cristiana es el anuncio de la salvación como vida ofrecida a todo ser humano. Dios nos ofrece y nos garantiza la salvación de nuestra propia vida. El creyente sabe que la existencia no acaba con la muerte, en la nada, en el absurdo. Confiamos en que Dios recoge y abraza la vida de toda criatura y la lleva a su plenitud. Son como dos modos de experimentarla: la precaria y de paso abocada al olvido, y la esperanzada y bendecida.
Es lo que proclama el profeta Ezequiel: “Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis” (37,12-14). El Salmo 129 lo canta con júbilo: “Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa”. Y Pablo, frente a miedos y angustias, nos recuerda: “El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros” (Rom 8,8-11). No es una espiritualidad cristiana de espaldas al cuerpo que somos, ni al mundo, ni a la historia o a las realidades que experimentamos, sean alegrías o desgracias. Se trata de que mi alma, mi “Yo soy” profundo, descubra la piedra angular sobre la que descansa mi existencia, mi vida entera, más allá de acontecimientos secundarios, aparentes.
El episodio de la resurrección de Lázaro, que hemos escuchado cientos de veces, se encuadra dentro de un numeroso conjunto de milagros que Jesús realiza durante su itinerario evangelizador. Milagros que son signo del poder de Jesús sobre el aspecto corporal pero que, salvo excepciones, no implica a la persona receptora del mensaje, que pasa por alto el poder del Espíritu de Jesús en lo que concierne a la salvación de las almas, de la mía en concreto, cuando asumo mi existencia como dormida, enferma o muerta. “Había un cierto enfermo, Lázaro…” (11,1).
Jesús va a visitar a sus amigos a los que quiere mucho. Pero los datos que leemos en el evangelio de Juan tienen un hondo significado y nos revela la búsqueda del alma con la Verdad y los vínculos de Amor que se establecen entre ella y el Espíritu. Sin embargo, corremos el riesgo de desatender lo esencial de nosotros mismos, dejarnos llevar por la mundanidad, la cultura de lo efímero que nos rodea, la superficialidad que atraviesa nuestra sociedad… Las hermanas de Lázaro le mandaron recado a Jesús: “Tu amigo está enfermo”, pero él dijo: “Esta enfermedad no acabará en la muerte” (11,3-4). Más adelante les dice: “Nuestro amigo Lázaro está dormido, voy a despertarlo”.
¿De qué sueño/enfermedad habla Jesús? Quien ignora, desdeña o niega su Luz esencial, quien después de haber descubierto la Verdad se desentiende y se olvida de alimentarla, fortalecerla. Así pues, el ego toma ventaja, las dependencias se van adueñando de la existencia, ¿para qué molestarse en buscar, en ir contra corriente? Es entonces cuando el alma, aun en la noche oscura, cuando experimenta el vacío, grita su dolor, su impotencia, con la esperanza de ser escuchada (Señor, ¿por qué a mí?). Solo la acogida del Espíritu, quien se deja iluminar por su Luz, incluso en medio del vaciamiento, del quebranto, de la kénosis, puede proporcionarnos ser receptivo a la voluntad de Dios. “Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado” (11,17). Marta le dijo: “Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano» (11,21). Jesús le respondió: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y el que vive y cree en mí no morirá jamás” (11,25-26).
La repetición de ambos versículos: “Cuando María llegó… le dijo: Si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto” (11,32), muestran con claridad que solo la Presencia del Espíritu es signo de vida y salud verdaderas para toda persona, mientras que sin la consciencia del Espíritu, el ser humano permanece enfermo, ignorante, abocado al sepulcro, aprisionado por la losa de su abandono, su falta de búsqueda, su in-consciencia, su indiferencia, lo cual le impide estar atento, despierto y tener acceso a una vida plena, real, verdadera. A veces, nos metemos en cuevas, egos, estados emocionales insanos o nos dejamos vencer por la rutina, “los pies y las manos atados con vendas y la cara envuelta en un sudario” (11,44), por la inercia, las apariencias.
Cuando quitaron la piedra, Jesús mirando al cielo exclamó: “Padre, te doy gracias por haberme escuchado” (11,41). Desde lo hondo de nuestra alma escuchamos su voz: “Desatadlo y dejadle andar” (11,44) y así despertamos de la no-vida, del sueño alienante, del letargo inútil, vacio.
Somos humanos. Todos vivimos situaciones que nos ocultan la Luz, la Presencia del Espíritu-Ruah que nos habita, nos alienta y nos impulsa a ver la gloria de Dios. Atrévete a salir fuera: somos resurrección y vida. “Muchos judíos que habían ido a visitar a María, al ver lo que Jesús había hecho, creyeron en él” (11,45). Los creyentes sabemos por la fe que el que muere “vivirá”, “no morirá para siempre”.