Vida consagrada: claves de una vocación eclesial

Jornada Mundial para la Vida Consagrada, 2 de febrero, 20162016_-Jornada_Vida_Consagrada_cartel2016_encuentro_vida_consagrada1

El día 2 de febrero es la conmemoración litúrgica de la Presentación del Señor en el Templo de Jerusalén (cf. Lc 2, 22-40), fiesta popularmente llamada La Candelaria. Desde el año 1997, por iniciativa de san Juan Pablo II, se celebra en ese día la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, y los consagrados, con su modo carismático de vivir el seguimiento de Jesucristo, son puestos en el candelero de la Iglesia para que brillando en ellos la luz del Evangelio alumbren a todos los hombres y estos den gloria al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16). La vida consagrada, en sus múltiples formas, aparece así ante nuestros ojos como un signo en el mundo de la presencia de Cristo resucitado.

El comienzo del capítulo 3 de san Marcos expresa –como si de un compendio se tratara– todo el misterio de amor que hay en esta hermosa vocación: Cristo llamó a los que quiso (liberalidad de la llamada), y vinieron donde él (libertad en la respuesta); los llamó como signo de su amor y para que estuvieran con él (consagración); los instituyó doce (comunidad), para enviarlos a anunciar el Evangelio con el poder de curar y liberar (misión).

Los religiosos y religiosas, las vírgenes consagradas, los miembros de los institutos seculares y las sociedades de vida apostólica, los monjes y monjas de vida contemplativa, y cuantos han sido llamados a una nueva forma de consagración, lo dejan todo para seguir a Cristo (cf. Mt 19, 27) y hacen del misterio pascual la razón misma de su ser y su quehacer en la Iglesia y para el mundo. Identificados con el misterio de la cruz, ellos y ellas, con su vida y misión, son en esta sociedad –tantas veces desierta de amor–, signo vivo de la misericordia y la ternura del Dios Trinitario. Nacidos de la Pascua, por el Espíritu de Cristo resucitado, pueden entregarse sin reservas a los hermanos y a todos los hombres, niños, jóvenes, adultos y ancianos, mediante el ejercicio de la caridad, en las escuelas y hospitales, en los geriátricos y en las cárceles, en las parroquias y en los claustros, en las ciudades y en los pueblos, en las
universidades y en los asilos, en los lugares de frontera y en lo más escondido de sus celdas. En la vanguardia de la evangelización o en la entrega fiel de la intercesión orante, en primera línea de misión o en la vida oculta y el silencio de los claustros, nuestros hermanos de la vida consagrada reproducen, en cada momento de la historia, la misma forma de vida que Cristo eligió para sí y para su bendita Madre. La vida consagrada es por ello memoria viviente de Cristo en este mundo (cf. VC, n. 22).

En todas sus formas la vida consagrada obedece a un designio amoroso del Padre (misterio); se suscita, promueve y realiza en la Iglesia y para el mundo por obra y gracia (carisma) del Espíritu Santo, sobre el fundamento de la misma vida histórica de Cristo (seguimiento-imitación); visibiliza así en cada generación la virginidad, la pobreza y la obediencia de Nuestro Señor Jesucristo –Camino, Verdad y Vida–, viviendo en fraternidad y entregados sin reservas a la misión evangelizadora mediante diversos y plurales ministerios, en la comunión –afectiva y efectiva– de la Madre Iglesia (cf. VC, n. 1). Experimentando la salvación del Señor, los consagrados se ofrecen como humildes instrumentos para que esa misma salvación de Cristo Redentor alcance a todos los hombres.

La vida consagrada es vida antes que teología, espiritualidad antes que reglamentación canónica, manifestación del Espíritu antes que institución eclesial; es don antes que tarea, y gracia antes que esfuerzo; es evangelio y profecía porque anuncia el Reino y lo hace presente; comporta una ascética, pero sobre todo vivencia la mística de la transfiguración con Cristo. Sigue al Señor por los caminos de Galilea, marcha a las periferias del hombre buscando al que se ha extraviado, proclama a tiempo y a destiempo, con palabras y con obras, el Evangelio de Cristo; conoce la noche de Getsemaní y el drama del Calvario, pero sobre todo, es testigo del sepulcro vacío y grita a los cuatro vientos y sin tregua alguna la alegría de la Resurrección, la victoria definitiva de Cristo sobre el mal, el pecado y la muerte. La vida consagrada es camino de santidad bautismal desde un carisma concreto y una espiritualidad propia; la Caridad de Cristo es su motor, su aliento, su meta y su destino; la medida de su amor es el Amor sin medida… Se alimentan del Pan de la Vida, Cristo, servido en la mesa de la Palabra y en la mesa de la eucaristía. Nacidos en el Cenáculo son manifestación del Espíritu en cada generación. De Dios lo han recibido todo gratis, y a los hombres y mujeres de este mundo deben ofrecerlo todo gratis.

Más de 2000 años de historia ponen de manifiesto el «infinito poder del Espíritu Santo, que actúa maravillosamente en la Iglesia» (LG, n. 44) y que ha manifestado parte de su Belleza en la multiforme armonía de la pluralidad carismática de la vida consagrada. A los 40 días del nacimiento en Belén del Hijo de Dios, la Virgen María y su esposo san José entraron en el Templo llevando al pequeño Jesús en sus brazos para presentarlo y ofrecerlo al Señor. También nosotros, 40 días después de haber celebrado la Navidad, somos llevados y presentados por nuestra Madre la Iglesia ante el Dios vivo y verdadero para renovar la ofrenda de nosotros mismos al Señor. Por ser la misma consagración una consagración total e inmediata de toda la persona y de toda la existencia por Dios y a Dios, la vida consagrada se convierte en sacrificio litúrgico y en ofrenda permanente, por Cristo, con Cristo y en Cristo.

Los tres papas recientes (san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el santo padre Francisco), desde que se instituyera esta Jornada Mundial de la Vida Consagrada en la fiesta de la Presentación del Señor, cada uno de ellos como el anciano Simeón (cf. Lc 2, 21-40), hombre justo y piadoso, manso y humilde de corazón, han tomado entre sus brazos año tras año a esta criatura de Dios que es la vida consagrada, encendiendo en ella la luz de la esperanza. La misma Madre Iglesia la ha llevado cada 2 de febrero al Templo, para presentarla y ofrecerla al Altísimo. «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo, en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén» (Sal 116, 12-13.18-19).

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