Domingo, 30 de julio de 2023. XVI del Tiempo Ordinario.
Lectura del evangelio según san Mateo (13,44-52).
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?»
Ellos le contestaron: «Sí.»
Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»
EL QUE LO ENCUENTRA, VENDE TODO LO QUE TIENE PARA COMPRARLO
En la vida humana hay momentos que sirven para tomar conciencia y caer en la cuenta. Son momentos significativos en los que nos restauramos, nos recreamos y, además, son celebrativos, festivos.
Lo mismo ocurre en la vida cristiana. La fe es vital para el cristiano, entendida ésta como conversión, obra de Dios pero también tarea de cada persona. Precisamente por eso, exige que se ejercite de tal manera que sea un movimiento, un tránsito de Jesucristo a través de gestos humanos. No hay fe sin mediaciones. En determinados momentos estas mediaciones son sacramentales. La celebración es el lugar primordial donde se reconoce la fe. Pero ésta no sólo se verifica en la praxis sino en la celebración de los hechos históricos, puesto que ahí se reconoce el don máximo de Dios, Jesucristo. Praxis y celebración son, pues, dos caras complementarias de un único obrar humano y cristiano. La fe vivida es una exigencia de la fe celebrada y ésta, una fuente gratuita de la fe vivida.
El evangelio de hoy nos recuerda que la aceptación del Reino de Dios, como meta del vivir humano, exige al creyente una actitud selectiva: establecer una escala de valores dentro de la cual todos los valores humanos quedan subordinados a ese último valor, que es el Reino de Dios. De ahí que las comunidades cristianas y los creyentes deben ser capaces de pedir y reclamar el discernimiento con sabiduría y buen juicio para escuchar y gobernar con rectitud y justicia. Así lo leemos en el primer libro de los Reyes (3,5.7-12). Salomón, el joven rey es inexperto; pide, en una bella plegaria, inteligencia, sabiduría. Dios, fiel a la promesa hecha a David, le concede un “corazón sabio e inteligente como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti”.
El Salmo 118 expresa lo mismo: que la ley de Dios vale más que el oro. El salmista pone su confianza en Él, (y nosotros hoy): “El Señor es mi herencia, he prometido guardar tus palabras. Que tu amor me consuele, según la promesa que me hiciste. Tus mandatos son admirables, por eso los guarda mi alma”.
¿Qué sabiduría buscamos, hoy, cómo la expresamos? ¿Qué momentos reservo, en medio del ajetreo incesante, para dialogar en el silencio habitado con mi Abbá-Dios?
El evangelista Mateo narra tres breves parábolas: la del tesoro escondido, la perla fina y la red, con una conclusión final. El “reino de los cielos” o el “reino de Dios” es un tesoro más valioso que los demás bienes. El discípulo que lo descubre está entusiasmado: “lleno de alegría” está dispuesto a vender todo para adquirirlo, o la perla. La parábola de la red, en la que coexisten buenos y malos (como en la de la cizaña), muestra la temática del juicio.
¿A qué renunciamos los creyentes para tener lo esencial?: Salomón lo llama sabiduría; Jesús lo llama el reino. La sabiduría del rey concierne a las funciones de gobierno; ésta permite obtener estabilidad, prosperidad, buena convivencia. En el evangelio la sabiduría permite comprender el designio de Dios, los misterios del reino, lo que Dios quiere y ha soñado para nosotros. La comprensión de la palabra de Dios no reside sólo en nuestra inteligencia, es un don del Padre que hay que saber pedirle.
Los cristianos no somos ilusos o ingenuos. Percibimos el mal, la opresión, las catástrofes, las lacras seculares del mundo, el sufrimiento, la enfermedad, la hipocresía, la traición… pero la visión confiada, esperanzada, de quien ama a Dios lo percibe, aun con dolor e impotencia, en función de un proyecto total de salvación. Por eso la fe y el amor son estímulos poderosos del proceso de liberación humana. Somos imagen de su Hijo, “para que él fuera el primogénito de muchos hermanos y hermanas” (Rom 8,28-30).
Volviendo al comienzo, tomar conciencia y caer en la cuenta del momento en que Dios irrumpe en tu vida, teje una historia de amor contigo (aun en el seno materno), camina a tu lado en momentos de oscuridad, de alegría; respeta tus errores, tus fallos y lejos de culpabilizarte, sale a tu encuentro, te abraza y te invita a su mesa… porque la reconciliación y el perdón siempre son posibles (“setenta veces siete”); acompaña tus dudas, tus miedos y te invita a tener fe-confianza, esperanza. El Espíritu lo sigue haciendo posible, cada día. Espíritu en el fondo de tu ser, en tu todo que se acomoda completamente a la forma de ser de cada persona. Energía integradora personal y también, de la comunidad.
La educación de la fe es, quizá, hoy más necesaria que nunca. Es un proceso serio, riguroso, enormemente gozoso, liberador, que nos permitirá descubrir la comunidad cristiana, donde se vive la fraternidad, la serenidad, la ayuda mutua, el discernimiento, el perdón, la libertad y, además, me facilitará el acceso a mi yo profundo, mi interioridad… Ese es el tesoro escondido, la perla fina, la red rebosante de peces. Es lo que celebramos y agradecemos en la Eucaristía.
Es la Palabra de Dios, a través de Jesús, la que me nutre, me humaniza, me diviniza. Es la savia vital de mis entrañas, la razón de ser de mi existencia. Sed de Ti, de conectar con lo esencial, hacerme Uno en un intercambio de amor. Saber ver cada día lo eterno, lo definitivo, que es más que yo pero también parte de mí mismo. Sed de verdad, fiel reflejo del “hágase Tu voluntad”. Mi ser fluye en la vida del Espíritu y soy atraído por esa corriente divina de sentido.