Domingo 10 de Julio, XV del Tiempo Ordinario
Lectura del Evangelio según san Lucas 10, 25-37
En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?»
Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?»
Él contestó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.»
Él le dijo: «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.»
Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»
Jesús dijo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él, y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: «Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.» ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»
Él contestó: «El que practicó la misericordia con él.»
Díjole Jesús: «Anda, haz tú lo mismo.»
Anda y haz tu lo mismo…
Para no salir malparado de una conversación con Jesús, un maestro de la ley termina preguntándole: «Y ¿quién es mi prójimo?». Es la pregunta de quien sólo se preocupa de cumplir la ley. Le interesa saber a quién debe amar y a quién puede excluir de su amor. No piensa en los sufrimientos de la gente.
Jesús, que vive aliviando el sufrimiento de quienes encuentra en su camino, rompiendo si hace falta la ley del sábado o las normas de pureza, le responde con un relato que denuncia de manera provocativa todo legalismo religioso que ignore el amor al necesitado.
En el camino que baja de Jerusalén a Jericó, un hombre ha sido asaltado por unos bandidos. Agredido y despojado de todo, queda en la cuneta medio muerto, abandonado a su suerte. No sabemos quién es. Sólo que es un «hombre». Podría ser cualquiera de nosotros. Cualquier ser humano abatido por la violencia, la enfermedad, la desgracia o la desesperanza.
«Por casualidad» aparece por el camino un sacerdote. El texto indica que es por azar, como si nada tuviera que ver allí un hombre dedicado al culto. Lo suyo no es bajar hasta los heridos que están en las cunetas. Su lugar es el templo. Su ocupación, las celebraciones sagradas. Cuando llega a la altura del herido, «lo ve, da un rodeo y pasa de largo».
Su falta de compasión no es sólo una reacción personal, pues también un levita del templo que pasa junto al herido «hace lo mismo». Es más bien una actitud y un peligro que acecha a quienes se dedican al mundo de lo sagrado: vivir lejos del mundo real donde la gente lucha, trabaja y sufre.
Cuando la religión no está centrada en un Dios Amigo de la vida y Padre de los que sufren, el culto sagrado puede convertirse en una experiencia que distancia de la vida profana, preserva del contacto directo con el sufrimiento de las gentes y nos hace caminar sin reaccionar ante los heridos que vemos en las cunetas. Según Jesús, no son los hombres del culto los que mejor nos pueden indicar cómo hemos de tratar a los que sufren, sino las personas que tienen corazón.
Por el camino llega un samaritano. No viene del templo. No pertenece siquiera al pueblo elegido de Israel. Vive dedicado a algo tan poco sagrado como su pequeño negocio de comerciante. Pero, cuando ve al herido, no se pregunta si es prójimo o no. Se conmueve y hace por él todo lo que puede. Es a éste a quien hemos de imitar. Así dice Jesús al legista: «Vete y haz tú lo mismo».
¿A quién imitaremos al encontrarnos en nuestro camino con las víctimas más golpeadas por la crisis económica de nuestros días?