Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a los cielos

LA PASCUA DE MARIA, 15 de agosto

Sí hay una fiesta mariana que nos une a todos los que creemos en Cristo es esta: la Asunción de María. Oriente y Occidente se unen en este día para recordar el tránsito pascual de la Madre del Señor.
El calendario romano tiene tres solemnidades marianas: Santa María, Madre de Dios (1 de enero), la Inmaculada Concepción de Santa María Virgen (8 de diciembre) y la Asunción de la Virgen María.
La primera y la segunda son de origen romano y sólo se celebran en las liturgias occidentales romanas, en cambio, la Asunción tiene origen oriental y, por tanto, una honda raigambre ecuménica, por lo que Oriente y Occidente con una sola voz glorifican el glorioso tránsito de Santa María a los cielos el 15 de agosto.

N1126_00.039

La complacencia de Dios

«Porque te has complacido, Señor, en la humildad de tu sierva, la Virgen María, has querido elevarla a la dignidad de Madre de tu Hijo» (Oración colecta de la misa vespertina de la vigilia).
Todo ha comenzado con la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de su Madre. Todo ha iniciado cuando María se ha convertido en la Madre del Señor.
Dios se ha complacido en una joven israelita y la ha preparado desde siempre. De ese modo se entiende la primera lectura de la misa vespertina cuando se lee el traslado solemne del arca de la alianza al santuario de Jerusalén, lo que evoca la entronización en el cielo de la Virgen María, el «arca» que llevó en su seno a la Palabra de Dios.
Desde siempre Dios ha preparado a su Madre. «Tú eres la mujer a quien Dios ha bendecido, y por ti hemos recibido el fruto de la vida» (Antífona 3 de las II vísperas). Mirando a su Madre, el Hijo se complace. María es todo complacencia de Dios.

María, consuelo y esperanza del pueblo peregrino

«Porque hoy ha sido llevada al cielo la Virgen María, Madre de Dios, ella es figura y primicia de la iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de su pueblo, todavía peregrino en la tierra» (prefacio de la solemnidad). El tránsito de María es, para nosotros los cristianos, un anticipo de nuestra realidad transfigurada. Donde ella está esperamos estar todos un día. Ella nos consuela y nos ofrece esperanza.
La segunda lectura de la misa de la solemnidad nos lo dice claramente: «…por Cristo todos volverán a la vida». Cristo ha abierto el camino a la resurrección y su Madre ha sido la primera redimida: «Hoy el Señor se ha acordado de su misericordia. Ha mirado la humillación de su esclava. Todas las generaciones la felicitarán». (Aleluya de la solemnidad).
Como toda obra de Dios, la Asunción de María es puro don de su generosidad. Los méritos del Hijo redundan en su Madre. Con claridad y precisión lo ha recordado la constitución conciliar de liturgia en su número 103: «En la celebración de este círculo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica del su Hijo; en Ella, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la Redención y la contempla gozosamente, como una purí­sima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser».
Y concretando más aún, el beato Pablo VI escribía en su exhortación apostólica Marialis Cultus número 6: «La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo: fiesta de su destino de plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y a la humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hechos hermanos teniendo «en común con ellos la carne y la sangre» (Heb 2, 14; c( Gál 4, 4). La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a Aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre (18)».
Tanto la constitución conciliar como la exhortación apostólica insisten en ver este misterio de la madre en relación con el Hijo. En María se ha cumplido anticipadamente nuestro futuro, el proyecto que Dios tiene para cada uno de nosotros.

Hoy ha sido elevada al cielo la Virgen, Madre de Dios

Repetidas veces a lo largo del día se canta: «María ha sido llevada al cielo, se alegra el ejército de los ángeles» (aleluya antes del Evangelio). Con claridad y precisión lo dice el prefacio: «Porque hoy ha sido llevada al cielo la Virgen Madre de Dios: ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada».
Con luminosidad lo había dicho el Papa Pío XII en la constitución apostólica Munificentissimus Deus. Algunos fragmentos han escogido como segunda lectura del Oficio de Lectura de la solemnidad: «La augusta Madre de Dios… alcanzó finalmente, como suprema coro­nación de todos sus privilegios, el ser preservada inmune de la corrupción del sepulcro y, a imitación de su Hijo, vencida la muerte, ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos».
Como Cristo, así María, sin entrar en detalles.
María goza de la gloria de Dios puesto que está «asociada generosamente a la obra del divino Redentor, en frase de Pío XII que entró posteriormente en el Concilio Vaticano (SC 103).

¿Dormición, Coronación o Tránsito de María?

¡Este es el día glorioso en que la Virgen Maria Madre de Dios subió a los cielos! (responsorio de la segunda lectura del Oficio de Lectura de la solemnidad).
La proclamación del dogma de la Asunción en 1950 por parte del Papa Pío XII fue el final de un largo camino en el cual se ha impuesto la lex orandi sobre la lex credendi, pues ya desde el siglo V nace en Jerusalén esta fiesta que con el tiempo se hizo la más popular y apreciada por el pueblo de Dios.
Con delicadeza teológica lo expresa el prefacio de la solemnidad: «Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que por obra el Espíritu concibió en su seno al autor de la vida Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro».
Si Oriente insiste en la dormición, nosotros podemos insistir en un tránsito que la ase­meja al de su Hijo, por eso en la oración de vísperas cantamos: Cristo ascendió a los cielos y preparó un trono eterno a su Madre Inmaculada» (Antífona 1).
Dios ha elevado en cuerpo y alma a la Inmaculada Virgen María Madre de su Hijo. Con esta precisión sintetiza la oración colecta todo el misterio de la muerte de la Madre del Señor. Así es la liturgia: lex orandi que se convierte en lex credendi. Así desde siempre. Así hoy.

Resonancias

En pleno verano, esta solemnidad de tanto arraigo popular supone un poco de aire fresco dentro del habitual calor del mes de agosto. Se une lo celebrativo-litúrgico y la religiosidad popular en una simbiosis gozosa. Lo importante es la bocanada de aire fresco «celestial» que nos trae este día. Más importante será profundizar en los contenidos teológicos que nos trae este día de fiesta, uniendo esfuerzos que no agoten el inmenso potencial que nos llega.
Día de fiesta porque la Madre está con el Hijo.
Alegría porque Ella nos ha precedido a donde todos tenemos que ir.
«Hoy La Virgen María sube a los cielos; alegraos, porque reina con Cristo para siempre» (antífona del Magnificat, II Vísperas).

Los comentarios están cerrados.