Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino

Domingo, 20 de noviembre de 2022.  XXXIV del Tiempo Ordinario.

Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo

Lectura del evangelio según san Lucas (23,35-43).

En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero:
«Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo».
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo:
«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

REFLEXIÓN

Los cristianos hemos atribuido al Crucificado diversos nombres: «redentor», «salvador», «rey», «liberador». Podemos acercarnos a él agradecidos: él nos ha rescatado de la perdición. Podemos contemplarlo conmovidos: nadie nos ha amado así. Podemos abrazarnos a él para encontrar fuerzas en medio de nuestros sufrimientos y penas.

Entre los primeros cristianos se le llamaba también mártir, es decir «testigo». El libro del Apocalipsis, redactado hacia el año 95, ve en el Crucificado al «mártir fiel», «testigo fiel». Desde la cruz, Jesús se nos presenta como testigo fiel del amor de Dios y también de una existencia identificada con los últimos. No hemos de olvidarlo.

Se identificó tanto con las víctimas inocentes que terminó como ellas. Su palabra molestaba. Había ido demasiado lejos al hablar de Dios y su justicia. Ni el Imperio ni el templo lo podían consentir. Había que eliminarlo. Tal vez, antes de que Pablo comenzara a elaborar su teología de la cruz, entre los pobres de Galilea se vivía esta convicción: «Ha muerto por nosotros», «por defendernos hasta el final», «por atreverse a hablar de Dios como defensor de los últimos».

Al mirar al Crucificado deberíamos recordar instintivamente el dolor y la humillación de tantas víctimas desconocidas que, a lo largo de la historia, han sufrido, sufren y sufrirán olvidadas por casi todos. Sería una burla besar al Crucificado, invocarlo o adorarlo mientras vivimos indiferentes a todo sufrimiento que no sea el nuestro.

El crucifijo está desapareciendo de muchos sitios, pero los crucificados siguen ahí. Los podemos ver todos los días en tantos lugares a nuestro alrededor, en medio de nuestro mundo. Hemos de aprender a venerar al Crucificado no en un pequeño crucifijo, sino en las víctimas inocentes del hambre y de las guerras, en los que se ahogan al hundirse sus pateras…

Confesar al Crucificado no es solo hacer grandes profesiones de fe. La mejor manera de aceptarlo como Señor y Redentor es imitarle viviendo identificados con quienes sufren, tenderles la mano y dirigirnos a ellos con palabras de amor, como lo hacia Jesús.

En la fiesta de hoy contemplamos el misterio del reino de Dios, que alcanzará su plenitud al fin de los tiempos (cf. 1.ª orac.). La unción de David como rey de Israel (1 lect.) ya anunciaba a Cristo glorioso y resucitado como Rey del universo, ungido por el Espíritu Santo con el óleo de la alegría (cf. Pf.). Para alcanzar esa plenitud del reino de Dios que esperamos, tenemos que vivir con el Señor el misterio de la cruz, donde Él reina coronado de espinas. En la cruz Cristo consumó el misterio de la redención humana y sometió a su poder la creación entera (cf. Pf.). Y, como el buen ladrón (Ev.), tenemos que pedir todos los días: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». La eucaristía es siempre la prenda del reino futuro que esperamos alcanzar, obedeciendo los mandatos de Cristo, Rey del universo (cf. orac. después de la comunión).

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