Se bautizó Jesús y vio que el Espíritu de Dios se posaba sobre él

Domingo. Bautismo del Señor, fiesta.

Lectura del evangelio según san Mateo 3,13-17.

En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?».
Jesús le contestó:
«Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él.
Y vino una voz de los cielos que decía:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».

REFLEXIÓN

Experiencia personal

El encuentro con Juan Bautista fue para Jesús una experiencia que dio un giro a su vida. Después del bautismo del Jordán, Jesús no vuelve ya a su trabajo de Nazaret; tampoco se adhiere al movimiento del Bautista. Su vida se centra ahora en un único objetivo: gritar a todos la Buena Noticia de un Dios que quiere salvar al ser humano.

Pero lo que transforma la trayectoria de Jesús no son las palabras que escucha de labios del Bautista ni el rito purificador del bautismo. Jesús vive algo más profundo. Se siente inundado por el Espíritu del Padre. Se reconoce a sí mismo como Hijo de Dios. Su vida consistirá en adelante en irradiar y contagiar ese amor insondable de un Dios Padre.

Esta experiencia de Jesús encierra también un significado para nosotros. La fe es un itinerario personal que cada uno hemos de recorrer. Es muy importante, sin duda, lo que hemos escuchado desde niños a nuestros padres y educadores. Es importante lo que oímos a sacerdotes y predicadores. Pero, al final, siempre hemos de hacernos una pregunta: ¿en quién creo yo? ¿Creo en Dios o creo en aquellos que me hablan acerca de él?

No hemos de olvidar que la fe es siempre una experiencia personal que no puede ser reemplazada por la obediencia ciega a lo que nos dicen otros. Desde fuera nos pueden orientar hacia la fe, pero soy yo mismo quien he de abrirme a Dios de manera confiada.

Por eso, la fe no consiste tampoco en aceptar, sin más, un determinado conjunto de fórmulas. Ser creyente no depende primordialmente del contenido doctrinal que se recoge en un catecismo. Todo eso es muy importante, sin duda, para configurar nuestra visión cristiana de la existencia. Pero, antes que eso y dando sentido a todo eso está ese dinamismo interior que, desde dentro, nos lleva a amar, confiar y esperar siempre en el Dios revelado en Jesucristo.

La fe no es tampoco un capital que recibimos en el bautismo y del que luego podemos disponer tranquilamente. No es algo adquirido en propiedad para siempre. Ser creyente es vivir permanentemente a la escucha del Dios encarnado en Jesús, aprendiendo a vivir día a día de manera más plena y liberada.

Esta fe no está hecha solo de certezas. A lo largo de la vida, el creyente vive muchas veces en la oscuridad. Como decía aquel gran teólogo que fue Romano Guardini, «fe es tener suficiente luz como para soportar las oscuridades». La fe está hecha, sobre todo, de fidelidad. El verdadero creyente sabe creer en la oscuridad lo que ha visto en momentos de luz. Siempre sigue buscando a ese Dios que está más allá de todas nuestras fórmulas claras u oscuras. El P. de Lubac escribía que «las ideas que nosotros nos hacemos de Dios son como las olas del mar, sobre las cuales el nadador se apoya para superarlas». Lo decisivo es la fidelidad al Dios que se nos va manifestando en su Hijo Jesucristo.

El Padre, en el bautismo de Cristo en el Jordán, quiso revelar solemnemente que él era su Hijo amado, su predilecto (cf. orac. colecta y Ev.). En Él se cumple la profecía de Isaías: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo». Él es el ungido por el Espíritu Santo, el Mesías que «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo» (2 lect.). Acercándose al bautismo como si fuera un pecador más, anuncia que cargará en la cruz con peso de nuestros pecados y así nos salvará.

 

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