Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos

Domingo 5 de mayo de 2024. Domingo VI de Pascua.

Lectura del evangelio según san Juan (15,9-17).

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»

REFLEXIÓN

En el Corazón de Dios.

«DIOS ES AMOR, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Así define san Juan la esencia de Dios. «Aunque nada más se dijera en alabanza del amor –dice san Agustín–  en todas las páginas de la Sagrada Escritura, y únicamente oyéramos por boca del Espíritu Santo “Dios es amor”, nada más deberíamos buscar». Uno de los primeros pasos en el camino de la fe es creer que el amor de Dios por cada uno es indestructible. «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. De alguna manera se puede decir que él no es capaz de dejarnos de amar, esa es su debilidad.

Como amigos del Señor estamos llamados a vivir con él, en él, y recibimos «por él la vida» (1 Jn 4,9). Nosotros tenemos la misma experiencia de los apóstoles: cuando le perdemos de vista y nos olvidamos de su amor, nos sentimos perdidos, somos ramas secas. Necesitamos estar cerca del Señor, reclinar nuestra cabeza en su pecho, como el apóstol Juan. Sin embargo, también sabemos que, aunque le abandonemos –muchas veces por debilidad–, él vendrá rápidamente a buscarnos de nuevo, como hizo con sus discípulos después de la Resurrección. Es un Dios que corre hacia nosotros, abriéndonos los brazos con su gracia, para perdonar cualquier ofensa, porque no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades.

Estamos recorriendo el tramo final de la Pascua. A partir de este domingo, la liturgia dirige su mirada hacia la llegada del Espíritu Santo que Jesús prometió a sus discípulos. El Hijo debía volver al Padre. Ya no estará visiblemente con ellos, pero, les asegura que no tienen por qué inquietarse ya que no les dejará huérfanos. «El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14,25). Después de la maravillosa experiencia de tres años de vida con Cristo, su ausencia sería insoportable sin el consuelo de su Espíritu, e imposible la extraordinaria misión que iba a dejar en sus manos.

El Espíritu Santo comunica el amor del Padre y del Hijo, porque Dios es amor. Por eso este amor es para todos y puede llegar a todos, sin acepción de personas. Sabemos que los caminos del Señor no son nuestros caminos y que nosotros lo único que podemos hacer es abrirnos cada día a su amor, a través del Espíritu que clama dentro de nosotros. Jesús explica lo que significa estar unidos a él, significa amar y guardar sus mandamientos, y si nosotros podemos hacer esto es porque Jesús nos ha amado primero con un amor de amistad. El amor es mandado porque antes nos ha sido dado, y el discípulo que sabe estar unido a Jesús debe dar el fruto de un amor de amistad. Este amor nos renueva para la vida eterna.

 

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