Mujer, qué grande es tu fe

Domingo 16 de agosto de 2020. XX del Tiempo Ordinario

Lectura del evangelio según san Mateo (15,21-28).

En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.

REFLEXIÓN

Mujer, ¡qué grande es tu fe!

Qué tentador resulta en una época como la nuestra el medir la grandeza o pequeñez de una vida desde el éxito o los logros conseguidos. Condicionados por una cultura que casi sólo piensa en el rendimiento y la producción, apenas somos capaces de emplear otros criterios para valorar a la persona si no es su actividad y eficacia.

No es extraño que, a la hora de evaluar la calidad de la fe, busquemos inmediatamente la eficacia transformadora y el compromiso práctico que esa fe es capaz de generar en nuestra sociedad. Y hacemos bien, pues el mismo Jesús nos enseñó a distinguir el árbol bueno del malo a partir de sus frutos. Y la fe es «una savia» que corre por todo nuestro ser y debe traducirse en compromiso y actuación cristianos.

Jesús admira la grandeza de fe de una mujer sencilla que, por amor a su hija, no duda en invocar al señor con insistencia, a pesar de todos los obstáculos y dificultades. Cuántos hombres y mujeres sencillos de nuestros pueblos saben vivir su vida de manera totalmente honrada y leal, animados por una fe profunda en Dios. Cuántos son capaces de enfrentarse al sufrimiento, la desgracia y la adversidad, sin deshumanizarse ni destruirse, apoyados en su confianza total en Dios. Cuántos saben gastarse en un servicio sencillo y callado a los demás, sin recibir homenajes solemnes ni pretender grandes aplausos, impulsados solamente por su amor generoso y desinteresado a los hermanos y su fe en el Padre de todos.

Es una temeridad medir con nuestros criterios estrechos y parciales el misterio de la fe de un creyente, pues, en último término, la fe debería ser medida por nuestra capacidad de abrirnos al misterio insondable de Dios.

Lo que salva es la fe, con independencia de raza, pueblo o nación. Así aparece ya en el Antiguo Testamento, cunado Isaías anuncia que Dios traerá a los extranjeros a su monte santo, porque su casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos (1 lect.). El salmo responsorial va en la misma línea del mensaje universal de salvación: «Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben». Y la segunda lectura relaciona la conversión de los gentiles con la esperanza de la conversión de Israel a Jesucristo. En el Evangelio, Jesús ensalza la fe de una mujer cananea, por tanto gentil, y cura a su hija. Desde aquí tenemos que renovar nuestro compromiso misionero.

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