Claves espirituales del Rosario, para meditar, hoy que celebramos en toda la Orden de Predicadores, la fiesta de la Santísima Virgen del Rosario
Sabemos que el Rosario ha sido –y aún sigue siendo– la oración mariana más extendida. Por desgracia, está cayendo en desuso sobre todo entre la gente joven, pues resulta –aparentemente– anticuada y aburrida. Sin embargo, cuando uno vence estos prejuicios y se anima a rezarlo a diario, descubre gratamente que esta oración alberga una gran riqueza espiritual: por eso es la oración mariana por excelencia.
Veamos qué hace del Rosario una oración tan especial.
Primeramente, podemos resaltar que tiene una estructura muy sencilla, en la que lo más importante son el Padrenuestro, las diez Avemarías y el Gloria que se rezan en cada misterio. No hace falta seguir el guion en un libro de oraciones ni que haya varias personas. El Rosario se puede rezar en privado o en comunidad, en una capilla, en la intimidad de nuestra habitación o en un autobús mientras vamos a nuestro lugar de trabajo. Además, el hecho de que combine las oraciones más conocidas por los cristianos, no sólo facilita su rezo: sobre todo le dan una gran profundidad. Para completar las oraciones más importantes, el Rosario finaliza en algunos lugares con el Credo.
Por otra parte, nos invita a contemplar pasajes –o misterios– fundamentales de los Evangelios y de la vida de María, lo cual hace que nuestro modo de contemplar a Dios sea diferente a medida que avanzamos en el rezo del Rosario. Por ejemplo, no es lo mismo lo que sentimos cuando rezamos las Avemarías mientras contemplamos la Anunciación, a cuando contemplamos el Nacimiento del Señor, la oración en el Huerto de los Olivos o a Jesús muerto en los brazos de su Madre. También interviene mucho nuestro estado anímico, pues no es igual rezar el Rosario con la alegría de haber conseguido un buen puesto trabajo, a hacerlo desde la angustia de tener a un familiar gravemente enfermo. Todo eso es lo que hace del Rosario un camino orante que cambia día a día.
Asimismo, se trata de una oración repetitiva que, cuando se reza con devoción y un ritmo bien acompasado, nos ayuda a recogernos dentro de nuestro corazón y a alcanzar un «estado contemplativo» que nos sitúa ante la amorosa presencia de Dios. Pero esto, por lo general, no se consigue rápidamente, pues requiere de práctica. Nuestras mejores maestras son las señoras mayores que reúnen por las tardes en la parroquia para rezar juntas el Rosario. Si nos fijamos, lo hacen con un ritmo muy marcado, que casi parece un canto. Puede que estas buenas mujeres –exteriormente– no pronuncien bien los Avemarías, pero –interiormente– éstos van penetrando y purificando su corazón, gracias a la acompasada cadencia de su devota oración.
Y es que, a medida que vamos tomando pericia y destreza en este rezo, notamos cómo va aunando y armonizando las dimensiones de nuestra persona –intelecto, corazón y corporalidad– y las recoge en nuestro interior para focalizarlas en Dios. Por una parte, nos pide tener el intelecto atento en el misterio que estamos contemplando, así como en lo que le decimos a la Virgen María. Si no estamos atentos, el Rosario pierde bastante de su sentido. Pero este «estar atentos» no significa que necesariamente debamos razonar el contenido de lo que estamos orando. Aunque no está contraindicado hacerlo, más que razonar, es mejor limitarnos contemplar. Por eso, en vez de meditar los misterios mientras hacemos un silencio reflexivo, lo hacemos mientras rezamos Avemarías, porque el objetivo es contemplar los misterios con los ojos de María.
Por otra parte, es muy importante tener el corazón encendido en amor hacia María y su Hijo. En efecto, a medida que rezamos el Rosario, vamos sintiendo cómo el amor que sentimos en nuestro corazón se convierte en el motor que nos mueve a contemplar a Dios. Como decíamos anteriormente, una ayuda muy importante es rezar con un ritmo bien acompasado, porque esto nos ayuda a sentir cómo el Espíritu de Dios entra en nosotros (cf. Gn 2,7), y su amor enciende nuestro corazón (cf. 1Jn 4,8). Esto no es fácil de conseguir al principio. Requiere práctica y una dolorosa transformación interior.
Curiosamente, al rezar el Rosario también interviene activamente nuestro cuerpo, pues debemos sostener con nuestra mano el rosario e ir pasando una a una las cuentas a medida avanzamos en la oración. También interviene nuestra respiración si dejamos que se acompase a la cadencia de la oración: lo cual es un buen ejercicio contemplativo practicado sobre todo en la Iglesia Ortodoxa. Asimismo, nuestro cuerpo participa en el Rosario cuando lo rezamos dando un paseo por la calle, en el jardín de nuestra casa o en el claustro de nuestro convento. En ese caso, es bueno que la oración marque el ritmo de nuestro caminar.
Pues bien, cuando nuestro intelecto, nuestro corazón y nuestra corporalidad rezan armónicamente el Rosario, entonces sentimos cómo convergen «naturalmente» hacia Dios, centro de nuestra vida y de nuestro corazón. Pero, por lo general, esta armonía no se logra rápidamente. Hacen falta semanas, meses o años para alcanzar una cierta maestría. Cuando eso ocurre, uno llega con facilidad al estado de recogimiento y descubre que el Rosario es un maravilloso medio para estar junto a Dios.
No debemos olvidar otro importante factor que ha hecho que el Rosario se extienda tanto por todo el mundo: son muchos –muchísimos– los testimonios de personas y ciudades enteras que aseguran que su rezo fue fundamental para que Dios les atendiera una petición muy importante. Hablamos de miles de personas sanadas, de maridos e hijos que volvieron sanos y salvos de la guerra, de ciudades liberadas del asedio de un ejército enemigo, de regiones que superaron los devastadores efectos de una epidemia o de una erupción volcánica, etc. Y eso es así porque el Rosario nos ayuda a pedir debidamente lo que nos conviene (cf. Rm 8,26), y a aceptar dócilmente la respuesta de Dios, que no siempre es como nosotros la esperamos, pues sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni sus caminos son nuestros caminos (cf. Is 55,8).
Hemos dejado para el final la clave más importante: María. Se alcanza el dominio del Rosario cuando logramos rezarlo junto a Ella, al compás de su corazón, contemplando los misterios con el amor de la Madre, la humildad de la Esclava del Señor y la fidelidad de quien estuvo al pie de la Cruz. Y, así, María nos ayuda a orar en sintonía con el Espíritu de su Hijo, que clama en nuestro corazón palabras inefables (cf. Rm 8,26) que sólo entienden los enamorados.Palabras que brotan en forma de Padrenuestros, Avemarías y Glorias.
A medida que el rezo del Rosario fue desarrollándose y difundiéndose a lo largo de la historia, el pueblo fiel fue dándose cuenta de su gran eficacia como oración de petición. No es simplemente que María intercede por nosotros cuando lo rezamos, que, de por sí, es lo más importante, sino que, además, entran en juego otros factores fundamentales de la oración de petición.
Se considera que hay principalmente tres motivos por los cuales Dios no atiende a nuestras peticiones. El primero nos lo advierte san Pablo: «…nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene»(Rom 8,26). Efectivamente, a veces pedimos de un modo incorrecto. Esto suele estar relacionado con nuestra disposición ante Dios. Lo explica muy bien Jesús en la parábola del altivo fariseo y el humilde publicano que acuden al Templo a orar, y que acaba así: «Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18,14).
En otras ocasiones, el error radica en el contenido de nuestra petición. Hemos de reconocer que tenemos una gran tendencia a pedir simples caprichos. Pedimos cosas que nos gustan pero que no redundan en lo importante, es decir, en el bien de la gente y en nuestra salud física y espiritual. Algo parecido les pasó a los hijos del Zebedeo, quienes, por medio de su madre, le piden a Jesús sentarse a su derecha y a su izquierda en su Reino, a lo que Él contesta: «No sabéis lo que pedís» (Mt 20,22). Su madre había hecho bien la petición, porque se arrodilló humildemente ante Jesús, pero lo que pedía no entraba dentro de la lógica del Evangelio, porque pensaba en la gloria, el honor y el poder de sus hijos. Pero después Jesús les explicó la perspectiva evangélica de lo que estaban pidiendo, que no era otra cosa que dar la vida por el Reino, y esto lo aceptaron inmediatamente ambos apóstoles. Y, así, pasados los años, Jesús satisfizo su petición.
El tercer motivo por el cual Dios parece no atender nuestras peticiones es más misterioso. Todos tenemos experiencia de haber pedido con humildad a Dios algo que es evangélicamente correcto –por ejemplo: que un amigo supere un cáncer–, pero, aparentemente, Dios no ha atendido nuestra petición. Decimos «aparentemente» porque quizás, misteriosamente, Dios sí la ha atendido, pero no lo ha hecho a nuestra manera, sino a la suya, haciendo lo que Él considera más correcto. Desgraciadamente, en muchas ocasiones, esto es difícil de saber, porque supera nuestra capacidad comprensiva. Siguiendo con el ejemplo del amigo enfermo de cáncer, si acaba muriendo a causa de esta dolencia, surge en nosotros esta desgarradora cuestión: ¿cómo es posible que Dios le haya dejado morir? Éste es un tipo de pregunta que todos, de un modo u otro, nos hemos hecho, y a la que no hemos encontrado respuesta.
Pues bien, volviendo al Rosario, podemos constatar que cuando lo rezamos correctamente y con devoción, éste nos ayuda a superar estos tres importantes problemas que surgen en la oración de petición.
Por una parte, sentimos cómo María nos acompaña en la oración, y nos ayuda a tener un corazón humilde y arrepentido, como el del fariseo. También la Virgen nos guía para que no pidamos caprichos o cosas inoportunas. Muchos de nosotros tenemos la experiencia de que cuando rezamos el Rosario nos es muy difícil pedir necedades.
No es sólo que María nos ayuda a pedir desde los valores del Evangelio, es que, sobre todo, allá donde ella está, se hace presente el Espíritu de Dios. No olvidemos que la Virgen es la «llena de gracia», la que –por medio del Espíritu de Dios– concibió a nuestro Salvador. Por eso, al orar junto a María, ella nos pone en contacto con el Espíritu Santo, que desde nuestro corazón: «…intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26) y «clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4,6). Es decir, al rezar devotamente el Rosario, oramos en sintonía con el Espíritu Santo y, así, hacemos nuestra su oración. Una oración que asciende derecha y certeramente al Padre.
También María conoce muy bien lo que se sufre cuando las cosas no salen como nos gustaría. Ella vio morir a su inocente Hijo en la Cruz. Por eso, ella, por experiencia, sabe ayudarnos muy bien cuando nos hallamos ante una situación difícil y ante la que Dios, aparentemente, guarda silencio. En esos momentos, María nos anima a orar como su Hijo en Getsemaní, acabando cada una de nuestras súplicas con este deseo: «…pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). En efecto, el rezo del Rosario nos ayuda a poner nuestra vida en las sabias –y misteriosas– manos de Dios.
Pues bien, todo esto ha hecho que tantas y tantas personas hayan tenido –y tengan– al Rosario como principal modo de oración. También es uno de los motivos fundamentales por los que las Cofradías del Rosario se extendieron con tanta profusión. No sólo fue por la comunión espiritual que viven los cofrades o por las indulgencias que la Iglesia les concede: también ha desempeñado un papel fundamental la eficacia del rezo del Rosario, de la que dan constancia una extensa lista de acontecimientos históricos.
El más conocido es la crucial batalla de Lepanto, cuando, el 7 de octubre de 1571, la flota cristiana –en clara inferioridad– venció a la flota turca, haciendo desaparecer así su peligro, pues amenazaba con saquear las costas del Mediterráneo. No sólo el Papa san Pío V así lo reconoció expresamente. También lo hicieron las autoridades españolas y venecianas, cuyas naves intervinieron en esta batalla. Este hecho motivó que la fiesta de la Virgen del Rosario se celebre el 7 de octubre. Hay otros muchos importantes acontecimientos (naufragios, epidemias, catástrofes naturales…) en los que los protagonistas son testigos de cómo esta oración mariana fue crucial para conseguir el auxilio divino.
En efecto, el rezo del Rosario nos ayuda a pedir eficazmente lo que realmente necesitamos nosotros, u otras personas.
Nada más queda por decir, salvo una cosa: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores…».