Jueves Santo: Cenáculo y Getsemaní

El Cenáculo, matriz de la Eucaristía

         La conocida, certera y repetida frase “La Eucaristía hace a la Iglesia. La Iglesia hace la Eucaristía” bien podríamos traducirla y parafrasearle por esta otra: “La Eucaristía hace a los cristianos. Los cristianos hacen la Eucaristía”. Y dentro de la grandeza y de la hermosura de estos axiomas, surge también el reto y el desafío: ¿Cómo hacemos los cristianos la Eucaristía? ¿La hacemos  como debemos hacerla, esto es, dejamos que sea ella quien nos haga  a nosotros? Nuestra vivencia de la Eucaristía  nos modela, nos transforma, nos retrata, nos perfila y hasta nos delata. Una Eucaristía rutinaria, despistada, con prisas, sin la atención precisa, irá poco a poco  modelando de este mismo modo nuestra vida cristiana. Por todo ello, he aquí diez actitudes cristianas al estilo de la Eucaristía, diez actitudes eucarísticas para hacer de la vida eucaristía y de la eucaristía vida.

1.- Una actitud orante. A la Eucaristía vamos a rezar, a tratar de amistad con quien sabemos nos ama. El –el Señor de la Eucaristía- nos mira con amor en la Eucaristía. ¿Cómo le miramos nosotros? ¿Cómo es nuestra mirada? Esta actitud orante se traduce a la alabanza (el Gloria), es impetración e intercesión (Preces u oraciones de los fieles). Es acción de gracias (Doxología final). Es Padre Nuestro. Es diálogo de intimidad (Oración de postcomunión).

2.- Una actitud, un estilo comunitario, eclesial. En la Eucaristía nunca estamos ni vamos solos. Ni siquiera en las llamadas misas privadas. La Eucaristía es la fiesta de la Iglesia. Estamos con los hermanos. Somos asamblea, reunión, “Ecclesia”, Iglesia. La Eucaristía nos hace más “iglesia”, más hermanos, más solidarios. La Eucaristía es y nos introduce en el banquete de la fraternidad y de la nueva humanidad.

3.- Un actitud, un estilo humilde y penitente. Toda celebración de la Eucaristía –a través de sus distintas formas y ritos- comienza por el rito penitencial. Nos hace sentirnos humildes, pequeños, pecadores, necesitados del perdón y de la gracia de Dios. “Quien esté limpio de pecado…”. Vivir la Eucaristía como la Eucaristía es nos ha de hacer humildes, ha de fomentar en nosotros la humildad, virtud religiosa capital, virtud clave del cristianismo.

4.- Una actitud escuchante. Es la Palabra de Dios la que se proclama en la Eucaristía. Dios nos habla a través de los textos bíblicos elegidos por la liturgia para las distintas ocasiones. Dios tiene algo muy importante y vital que contarnos. Debemos abrir bien los oídos y el corazón. En la Eucaristía, Dios mismo nos habla. Nos da su Palabra, la fuente y el manantial de la verdadera sabiduría.

 5.- Una actitud confesante. La Palabra proclamada, sentida, escuchada, dispuesta a traducir en vida nos lleva a confesar y a proclamar nuestra fe. Es el Credo. La Eucaristía es escuela de la fe. Es escuela del testimonio de esa fe que es también Eucaristía. La Iglesia y la humanidad necesitan de cristianos de la Eucaristía, de cristianos confesantes.

6.- Una actitud oferente. El ofertorio de cada Eucaristía nos enseña a ser también nosotros ofrenda permanente. Pone en valor y en relieve la importancia de nuestro trabajo y de nuestro afán. Habla asimismo de solidaridad a favor de los que menos tienen. Y nos muestra que la ofrenda agradable a Dios siempre se transforma en vida y en fruto para nosotros mismos y para los demás.

7.- Una actitud sacrificada, abnegada, entregada, generosa, hecha oblación. Es la consagración. Es la memoria y la actualización sacramental del único y perfecto sacrificio de Jesucristo, que nos da ejemplo y nos llama a ser también nosotros sacrificio de expiación. Es la reiteración de la parábola, de la imagen del grano de trigo que, al caer en la tierra  -en la besana abierta de nuestra vida- y al ser enterrado en ella, no muere sino que solo puede brotar y florecer en la espiga de oro.

8.- Una actitud pacífica y pacificadora. Tiene su emblema en el momento del rito de la paz. A ejemplo y modelo de Jesús, el Príncipe de la Paz, quien hizo con su sangre derramada en la cruz. La Eucaristía es paz, la Eucaristía sella la paz, es compromiso de paz. Es promesa y prenda ciertas de paz.

9.- Un actitud comulgante, un estilo de cristianos de comunión. No de cristianos por libre, sino de cristianos de comunión con el Señor a quien recibimos sacramental en la Eucaristía de su Iglesia. De comunión con El, sí, y con su Iglesia. Con su Iglesia, representada por sus pastores y fieles. De una Iglesia que es tanto más Iglesia cuánto más comunión es. De una Iglesia que es misterio como la Iglesia y que es misión desde el misterio y la comunión.

10.- Un actitud y un estilo misioneros.  La Eucaristía es para la vida. La Eucaristía es vida. Y la Eucaristía nos lleva a la vida. Nos trae de ella, no nos abstrae de ella mientras participamos en la misma y nos devuelve, transformados como misioneros, a la vida. La Eucaristía es misión. “Glorificad a Dios con vuestras vidas. Podéis ir en paz” reza la fórmula de despedida de la Misa, una fórmula que nos envía a la misión: a glorificar a Dios con nuestras vidas. Y –sabido es- la gloria de Dios es la vida del hombre, de todo hombre. Y la Eucaristía nos pone al servicio incondicional de la vida, de toda vida y de toda la vida.

Oración de Getsemaní a la luz de la luz de la primera luna de primavera

Siempre me ha fascinado la primera luna llena de primavera. Anuncia la Pascua. Nos sitúa en el 15 de Nisán hebreo –con toda probabilidad, el 7 de abril del año 30 de nuestra era-, la fecha más importante de la historia.

Todos los años busco con la medianoche esta paradigmática y, a la vez, enigmática luna llena de primavera. La busco y repito varias veces el propósito. A veces, las nubes la esconden o, como anoche, se filtra y se muestra entre los crecidos árboles de tallos todavía verdes y tiernos. La contemplo y me emociona pensar que esa misma luna llena de primavera contempló al Señor en la noche y en el alba más largos e intensos de la humanidad. Y hasta trabo, a veces, un “diálogo” con ella… La escruto y le pregunto que me transmita cómo fue aquella noche, como alumbró a Jesús en su Pasión de Pasiones, cómo iluminó a los personajes, repletos de tinieblas, que le acompañaban.

Y hasta siento celos de la luna. Y hasta quisiera saber si no palideció cuando en Getsemaní Jesús sudaba sangre, cuando fue entregado por Judas, cuando el gallo cantó tres veces o al ser condenado a muerte. Me interrogo si la luna cedió gustosa en aquella siguiente alba su paso al naciente sol o si reclamó permanecer como testigo mudo e insuperable de aquella historia, la más grande jamás contada, jamás vivida. Y es que aquella luna llena y primera de la primavera del 7 de abril del año 30 alberga y conserva todos los secretos que ya quisiéramos para nosotros quienes celebramos y nos emocionamos cada año al llegar su cándida luz de albura, al llegar la Pascua.

Asimismo reconozco, con todo, que casi siempre me pasa como a los apóstoles. Y que me canso y me entra el sueño y me relajo y me distraigo y pierdo miserablemente el tiempo. Quizás me quiebre la gravedad del momento y, en definitiva, no soy capaz de velar junto al Señor como el Señor se merece. Y aunque me consuela pensar que en esta limitación mía tan reiterada se muestra la debilidad de la condición humana necesitada de redención y asumida por el Redentor, soy consciente de que la Pascua -el Paso del Dios del Amor-, señalada por esta primera luna llena de primavera, debe ser siempre aprovechada como ocasión tan privilegiada y tan única para recubrirnos de su fuerza y de su gracia, para revestirnos de los sentimientos de Cristo Jesús.

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