Jesús, como Elías y Eliseo, no solo es enviado a los judíos

Domingo IV del Tiempo Ordinario, 3 de Febrero de 2019

Lectura del evangelio según san Lucas 4,21-30.

En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo:
«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

REFLEXIÓN

¿NO NECESITAMOS PROFETAS?

«Un gran profeta ha surgido entre nosotros». Así gritaban en las aldeas de Galilea, sorprendidos por las palabras y los gestos de Jesús. Sin embargo, no es esto lo que sucede en Nazaret cuando se presenta ante sus vecinos como ungido como Profeta de los pobres.

Jesús observa primero su admiración y luego su rechazo. No se sorprende. Les recuerda un conocido refrán: «Os aseguro que ningún profeta es bien acogido en su tierra». Luego, cuando lo expulsan fuera del pueblo e intentan acabar con él, Jesús los abandona. El narrador dice que «se abrió paso entre ellos y se fue alejando». Nazaret se quedó sin el Profeta Jesús.

Jesús es y actúa como profeta. No es un sacerdote del templo ni un maestro de la ley. Su vida se enmarca en la tradición profética de Israel. A diferencia de los reyes y sacerdotes, el profeta no es nombrado ni ungido por nadie. Su autoridad proviene de Dios, empeñado en alentar y guiar con su Espíritu a su pueblo querido cuando los dirigentes políticos y religiosos no saben hacerlo. No es casual que los cristianos confiesen a Dios encarnado en un profeta.

Los rasgos del profeta son inconfundibles. En medio de una sociedad injusta donde los poderosos buscan su bienestar silenciando el sufrimiento de los que lloran, el profeta se atreve a leer y a vivir la realidad desde la compasión de Dios por los últimos. Su vida entera se convierte en «presencia alternativa» que critica las injusticias y llama a la conversión y el cambio.

Por otra parte, cuando la misma religión se acomoda a un orden de cosas injusto y sus intereses ya no responden a los de Dios, el profeta sacude la indiferencia y el autoengaño, critica la ilusión de eternidad y absoluto que amenaza a toda religión y recuerda a todos que solo Dios salva. Su presencia introduce una esperanza nueva pues invita a pensar el futuro desde la libertad y el amor de Dios.

Una Iglesia que ignora la dimensión profética de Jesús y de sus seguidores, corre el riesgo de quedarse sin profetas.

Nos preocupa mucho la escasez de sacerdotes y pedimos vocaciones para el servicio presbiteral. ¿Por qué no pedimos que Dios suscite profetas? ¿No los necesitamos? ¿No sentimos necesidad de suscitar el espíritu profético en nuestras comunidades?

Una Iglesia sin profetas, ¿no corre el riesgo de caminar sorda a las llamadas de Dios a la conversión y el cambio?

Un cristianismo sin espíritu profético, ¿no tiene el peligro de quedar controlado por el orden, la tradición o el miedo a la novedad de Dios?.

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