Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre.

Domingo 6 de junio. Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

Lectura del evangelio según san Marcos (14,12-16.22-26).

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?»
Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?» Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.»
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían. Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo.» Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.»
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.

REFLEXIÓN

«Dichosos los llamados a la cena del Señor». Así dice el sacerdote mientras muestra a todo el pueblo el pan eucarístico antes de comenzar su distribución. ¿Qué eco tienen hoy estas palabras en quienes las escuchan?

Son muchos, sin duda, los que se sienten dichosos de poder acercarse a comulgar para encontrarse con Cristo y alimentar en él su vida y su fe. No pocos se levantan automáticamente para realizar una vez más un gesto rutinario y vacío de vida. Un número importante de personas no se sienten llamadas a participar y tampoco experimentan por ello insatisfacción ni pena alguna.

Y, sin embargo, comulgar puede ser para el cristiano el gesto más importante y central de cada día o de toda la semana, si se hace con toda su expresividad y dinamismo.

Nosotros hablamos de «misa» o de «Eucaristía». Pero los primeros cristianos la llamaban «la cena del Señor» o incluso «la mesa del Señor». Tenían todavía muy presente que celebrar la Eucaristía no es sino actualizar la cena que Jesús compartió con sus discípulos la víspera de su pasión.

Las comidas tenían entre los judíos un carácter sagrado que a nosotros hoy se nos escapa. Para una mente judía el alimento viene de Dios. Por eso, la mejor manera de tomarlo es sentarse a la mesa en actitud de acción de gracias y compartiendo el pan y el vino como hermanos.

La comida no era sólo para alimentarse, sino el momento mejor para sentirse todos unidos y en comunión con Dios, sobre todo el día sagrado del sábado en que se comía, se cantaba, se escuchaba la Palabra de Dios y se disfrutaba de una larga sobremesa.

Por eso, los judíos no se sentaban a la mesa con cualquiera. No se come con extraños o desconocidos. Menos aún, con pecadores, impuros o gente despreciable. ¿Cómo compartir el pan, la amistad y la oración con quienes viven lejos de la amistad de Dios?

La actuación de Jesús resultó sorprendente. Jesús no seleccionaba a sus comensales. Se sentaba a la mesa con publicanos, dejaba que se le acercaran las prostitutas, comía con gente impura y marginada, excluida de la Alianza con Dios.  Su mesa estaba abierta a todos, sin excluir a nadie. Su mensaje era claro: todos tienen un lugar en el corazón de Dios.

La Eucaristía es para personas abatidas y humilladas que anhelan paz y respiro; para pecadores que buscan perdón y consuelo; para gentes que viven con el corazón roto con necesidad de amor y amistad. Jesús no viene al altar para los justos, sino para los pecadores; no se ofrece a los sanos, sino a los enfermos.

Por eso, comulgar es encontrarnos con el Dios del amor. La comunión sacramental es para el creyente un encuentro personal con Cristo, cargado de misterio, de gracia y de fe. Cristo sale a nuestro encuentro y nosotros vamos al encuentro de Cristo. Como todo encuentro interpersonal, también éste pide atención consciente, entrega confiada y, sobre todo, amor.

Es cierto que, en la comunión eucarística, Cristo se ofrece siempre, de manera segura e indefectible. Pero, para que este ofrecimiento objetivo se haga realidad personal en cada creyente, es necesaria la respuesta libre y consciente de quien se acerca a comulgar.

Dicho de manera sencilla, el encuentro eucarístico con Cristo exige, antes que nada, una atención consciente. Recordar con quién me voy a encontrar, qué es lo que conozco de Cristo, qué espero de él, qué significa para mí. Cada cristiano tiene su idea personal de Cristo, más o menos clara, más o menos interiorizada. La comunión con Cristo no es un «encuentro a ciegas». Al acercarnos a comulgar, sabemos a quién buscamos.

Pero el encuentro pide, sobre todo, amor y entrega confiada. Las personas se encuentran de manera más plena cuando entre ellas se establece un diálogo confiado y una comunicación amistosa y cordial. Lo mismo sucede en la comunión eucarística. Lo más importante es el diálogo entre Cristo y el creyente que busca la presencia de la persona amada.

Todo esto no son palabras. Es la experiencia de quien comulga con fe. La presencia de Cristo se hace entonces más real, su Persona adquiere un significado más profundo, crece la confianza del creyente. Cristo es el Absoluto que no puede faltar, el horizonte de todas las experiencias, la fuente que llena la vida de fortaleza, de paz y de alegría interior. La comunión de cada domingo no es un rito más. Puede ser el encuentro vital que alimenta y fortalece nuestra fe. Es bueno recordarlo en esta fiesta del Corpus Christi.

La fiesta de hoy se centra en la adoración de la eucaristía en la que Cristo está presente verdadera, real y sustancialmente. Una presencia que se prolonga fuera de la misa en el sagrario. Las lecturas de este año B se centran en la Alianza del Señor con su pueblo: la del Antiguo Testamento, sellada con la sangre de los holocaustos (cf. 1 lect.), la Nueva y eterna Alianza, sellada con la sangre de Cristo (Ev.) que purifica nuestra conciencia de las obras muertas llevándonos al culto del Dios vivo; Alianza de la cual él es el mediador (cf. 2 lect.). La participación en la eucaristía nos vinculará cada vez más con su Alianza. Caminando en ella seremos conducidos hasta el final de los tiempos, al encuentro definitivo con el Señor.

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