ESTO ES LA PASCUA: Decálogos y meditaciones para vivir y transmitir la Pascua

1- Diez actitudes cristianas al estilo del Resucitado.

La Pascua es el tiempo de la Iglesia. “Ahora os toca a vosotros”, parece decirnos el Señor Resucitado cuando nos muestra sus llagas -el ministerio eclesial de la caridad, espléndido ejercicio del llamado “munus regendi”-, su Palabra -el ministerio eclesial docente o “munus docendi” y su pan tierno y partido –“munus sanctificandi”-. Ahora nos toca a nosotros y tenemos cincuenta días consecutivos y todos los domingos del año -la vida entera, en definitiva- para reconocer y ser testigos del Resucitado, la mejor noticia y realidad de toda la historia de la humanidad.

Sí, la Pascua es la vocación de la Iglesia. Es su destino y su heredad.  Somos ciudadanos del cielo, de un cielo y de una Pascua que solo se pueden ganar en la tierra. La cruz de Cristo nos redime, pero no nos garantiza automáticamente la salvación que hemos de lograr completando en nuestra carne y en nuestra alma lo que le falta a su Pasión redentora. Pasión y Pascua se funde, de este modo, en una unidad indivisible y santa.

Somos herederos de la Pascua, de una Pascua a la que  solo se llega desde la cruz. La Pascua es el Calvario y la cruz es la gloria. La muerte es la resurrección. El fracaso es la victoria. El dolor es el gozo. La angustia es la satisfacción. Es preciso saber morir -no solo la muerte corporal y terrena, sino también tantas pequeñas muertes cotidianas al hombre viejo- para poder resucitar. Muriendo -sí- se resucita a la vida eterna. La única manera de vencer el dolor y la tristeza es dejar de amarlos, sentenció con acierto un escritor. Pero ello, todo ello, solo desde Jesucristo crucificado y resucitado, en Quien y de Quien hemos de aprender estas diez actitudes claves para vivir la Pascua, para dejar que la Pascua nos transforme:

1.- Una actitud de admiración y reconocimiento de la verdad de la Pascua: ¡Verdaderamente ha resucitado el Señor! ¡Aleluya! La verdad de la resurrección de Jesucristo no es una fábula, una parábola, una moraleja o un símbolo. Es una verdad histórica, indestructible e invencible. ¡Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya! La resurrección de Jesucristo es la clave de bóveda de nuestra fe. Ha resucitado realmente, corporalmente, glorificadamente. Es también cierta y verdadera su resurrección como lo fue su vida, su pasión, su cruz y su muerte. Y al igual siempre que su cruz siempre nos llama a la compunción, a la emoción, a la admiración y al agradecimiento, lo mismo su resurrección, tan auténtica una como la otra. ¡Verdaderamente, sí, ha resucitado el Señor. Aleluya!.

2.- Una actitud de inserción en el misterio de la cruz de Cristo: ¡Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero!  No hay dicotomía entre el Cristo Crucificado y el Cristo Resucitado. Para ello es preciso hallar el equilibrio entre la cruz y la gloria. Nos hemos pasado tantos años en la Iglesia clavados en el Viernes Santo, plantados en la contemplación de la Pasión, que ahora, como si se tratara de un movimiento pendular, nos hemos instalado con verdad y también con demasía solo en la gloria. Hasta ufanamente decimos estar solo pendientes de la Pascua. Y no hay Pascua sin Viernes Santo. Entonces la resurrección tendrá consecuencias en nuestra vida, comprendiendo progresivamente la resurrección a la luz de la vida de Cristo y recorriendo nuestra vida a la luz de esta resurrección, a cuya “escuela” hemos de acudir cada día, humilde, gozosa y esperanzadora.

 3.- Una actitud de novedad: Somos panes nuevos, los panes ácimos de la Pascua. Esta actitud consiste en saber ver y juzgar con ojos y corazón nuevos. Ya les pasó a los apóstoles. Ya les pasó a Pedro y a Juan. Dudaron del anuncio de las mujeres y necesitaron ir al sepulcro, hallarlo vacío, contemplar las vendas y el sudario. Y ver con el corazón. “…y entonces vio y creyó, pues no habían entendido la Escritura que anunciaba que Él iba a resucitar de entre los muertos”.

 4.- Una actitud de confiada, esperanzada y contagiosa alegría. La alegría es la característica de los textos bíblicos y litúrgicos de la Pascua. La alegría es el grito, el clamor de los testigos del sepulcro vacío y del Señor Resucitado. Se trata de una alegría exultante y a la vez serena, de una alegría contagiosa y expansiva, de una alegría confiada y esperanza. El “aleluya” de la Pascua es etimológica y conceptualmente alegría. ¡Claro que hay en la vida y en nuestra vida motivos para el pesar y la tristeza! Los hay, sí, pero, ante todo y sobre todo, ha de haberlos para la esperanza y la alegría. Cristo ha resucitado. Tiene sentido la vida. Tiene sentido nuestra fe. El cristiano de esta hora del siglo XXI habrá de ser testigo de esta alegría con su propia alegría. Si siempre fue cierto que nada más triste que un cristiano –un santo, dice el refrán- triste, en medio de acosos y cortapisas al cristianismo y a la Iglesia, hemos de ser alegres, hemos de transmitir que esta alegría que nadie no ha de arrebatar.

5.- Una actitud de búsqueda y de escucha de la Palabra de Dios. La escuela de la Pascua tiene, por tanto, como primera lección la escucha atenta, constante y orante de la Palabra de Dios. Hemos de regresar una y otra vez a la Biblia. Es la fuente, el sustrato y el nutrimento capital de nuestra fe y de nuestra vida. Los cristianos -particularmente los católicos- no podemos ser los grandes desconocedores y hasta prófugos de la Palabra de Dios, que es siempre viva y eficaz, actual, interpeladora, pensada para ti, para mí y para todos. La Palabra de Dios es la gran pedagoga, la gran educadora de nuestros ojos y de nuestro corazón. Es la gran maestra y descubridora de la Pascua, como aconteció con los discípulos de Emaús.

6.- Una actitud de trascendencia: “Buscar las cosas de allá arriba”. La escuela de la Pascua, al purificar nuestra mirada y nuestro corazón, nos enseñar a mirar “más arriba”, a buscar las “cosas de allá arriba”, donde está Cristo el Señor. Nuestro mundo y también los cristianos urgimos recuperar la trascendencia. El progreso de la ciencia y de la técnica, los altos niveles de bienestar que disfrutamos en Occidente -al menos, la mayoría de las personas- nos prometen continuamente el paraíso en la tierra y nos dejamos engañar pensando que estamos a un tris de hallar aquí, en esta tierra, la felicidad y la plenitud. Vivimos en el sofisma del primer paraíso terrenal cuando la serpiente engañó al primer hombre y a primera mujer en la manzana del árbol de la vida, del árbol del bien y del mal. No hay más árbol de la vida que el árbol de cruz. El, en Jesucristo crucificado, es el Bien, el único bien vivo y verdadero. Y la tentación y los tentadores son el mal. No nos confundamos y no nos dejemos confundir.

7.- Una actitud de renovada y profunda espiritualidad y vida interior. Un cristianismo renovado, vigoroso, robustecido, confesante y apostólico es que, nutrido de la Palabra de Dios, se abre y se recicla continuamente en la oración y los sacramentos. A esta hora nuestra de secularismos y laicismos la única respuesta válida es la que brote de una vida interior, de la plegaria, de la espiritualidad recia y encarnada. Para “buscar las más de allá arriba”, donde está Cristo el Señor, necesitamos rezar, fortalecer nuestra vida interior, revitalizar nuestras raíces cristianas, ahondar en la verdadera y propia identidad de nuestra fe y de nuestra Iglesia en y desde la comunión, sintiéndonos orgullosos de pertenecer a ella.

8.- Una actitud propia de la condición del discípulo. La escuela de la Pascua, desde la Palabra y desde la búsqueda y cultivo de la verdadera y apremiante trascendencia y espiritualidad, es la escuela del discipulado.  Para ser testigos antes hay que ser discípulos. El discípulo es el que está a la escucha y en la compañía del Maestro. Es aquel que experimenta y conoce su sabiduría, su grandeza y su amor. Solo así el discípulo hallará al Cristo total – no a un Cristo a mi gusto o medida- y solo así el discípulo se convertirá en apóstol, en misionero, en testigo. Nuestro gozo será entonces tal que nos brotará y surgirá espontáneo e irrefrenable el expandir y transmitir con la fuerza de la propia vida y de las obras al Cristo que se levanta y camina con las llagas y transido de gloria en el alba del día sin ocaso.

9.- Una actitud misionera de apóstol. Todo lo anterior nos convertirá así en apóstoles y testigos. Pero nadie da lo que no tiene. De ahí la importancia de ser antes discípulos. Solo transformados nosotros mismos podremos ser levadura nueva de transformación para nuestra humanidad. Cristo Resucitado nos llama a ser sus testigos. “Nosotros somos sus testigos”, repetían los apóstoles en aquellas horas y días de la gran Pascua.

10.- Una actitud solidaria con todos los que sufren, con todos los llagados. En la Pascua nos espera el Resucitado, ¿dónde hallarlo? Lo descubriremos también en nuestras llagas y en las llagas de una humanidad dolorida y anhelante de salvación y a quien hemos servir en la caridad y a través de la Eucaristía, el Cuerpo glorioso y llagado de Jesucristo, el Pan partido y repartido para la vida del mundo. Con los de Emaús sintamos, cantemos y actuemos: “Te conocimos, Señor, al partir el pan; Tú nos conoces, Señor, al partir el pan”.

2- Decálogo de los signos y símbolos de la Pascua:

Durante cincuenta días la Iglesia celebra a Jesucristo Resucitado. Cada domingo del año es también el día de la resurrección. La liturgia pascual está cuajada de signos que nos muestran el rostro del Resucitado y su presencia interpeladora entre nosotros:

1.- Las flores: Son el fruto del jardín del Calvario, del jardín de la resurrección. Las flores son el fruto temprano la primavera radiante en su primer plenilunio. Las flores, frescas y primerizas, no pueden faltar en las celebraciones de pascua. Las flores hablan siempre por sí solas de fragancia, de belleza, de fruto, de pureza, de vida.

2.- La luz: Jesús es la luz del mundo. Su resurrección es la luz que disipa definitivamente las tinieblas del pecado y de la muerte. La luz es para alumbrar, para guiar, para calentar. La liturgia de la Iglesia recrea este misterio de la luz con el fuego de la vigilia pascual y con el cirio, su simbólica imagen resucitada, su nuevo y definitivo icono pascual.

3.- La palabra: La resurrección estaba presente en la entraña misma de las Escrituras, de la Palabra de Dios. Jesucristo es la Palabra de Dios encarnada. La vigilia pascual tiene por ello una liturgia especial de la palabra y el lugar de la palabra -el ambón, el atril- aparece florecido en pascua.

4.- El agua: Jesucristo es el agua viva, el manantial de la vida, la fuente de esperanza, el hontanar de la felicidad. Quien la bebe nunca más tendrá sed. El agua es signo de vida, de limpieza, de purificación, de fecundidad. Con el agua y en agua renacemos a la vida nueva por el bautismo. La liturgia pascual venera de modo especial el agua bendecida en la noche santa y en esta agua renueva su fe y promesas bautismales.

5.- El pan: Jesucristo es el pan vino bajado del cielo. El pan se convierte en su cuerpo, llagado y resucitado, y quien lo come tiene ya en prenda la vida eterna.

6.- El vino: Jesucristo nos dejó su sangre derramada como bebida para la remisión de los pecados y encomendó a su Iglesia, a sus sacerdotes, hacer memoria de ella. Jesús Resucitado es el vino nuevo y definitivo, que sacie y no embriaga.

7.- El incienso: El incienso era en la cultura pagana uno de los símbolos de la divinidad. En la liturgia cristiana es también expresión de adoración y veneración. El incienso es usado especialmente en las liturgias pascuales. “Suba nuestra oración, Señor, como incienso en tu presencia”.

8.- El aleluya: Jesucristo, en sus apariciones, llama a sus apóstoles y discípulos a la alegría. La palabra alegría en griego es “aleluya”. El “aleluya” es utilizado en la liturgia pascual de manera permanente. La alegría, el aleluya, debe ser una de las consignas y de las características de los cristianos de todas las épocas. Su resurrección es la alegría que nadie nos podrá arrebatar.

9.- La paz: Jesucristo es nuestra paz, es el príncipe de la paz. Con su muerte y resurrección ha hecho la paz y la reconciliación para siempre. Su saludo, en las apariciones tras la resurrección,es una invitación a la paz. Las escenas neotestamentarias de la resurrección están transidas de paz. La paz es don de los dones del Señor. La paz es credencial de la resurrección.

10.-La misión: “Id a Galilea…”, “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? “Id y predicad el evangelio a todas las gentes…”. La pascua no puede esperar. La gloria en nosotros y para nosotros del Resucitado no puede esperar. El cielo no puede esperar. Pero el cielo sólo se gana en la tierra: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo”.

3- Decálogo de los lugares y los símbolos de la resurrección.

También en los lugares y en los símbolos de la resurrección de Jesucristo encontraremos la certeza de su gloria y el camino para hacerla nuestra un día. Como pinceladas, como aproximaciones y sugerencias para contemplar el misterio las ofrecemos ahora:

1.- El jardín, el huerto: La resurrección tiene lugar en el entorno del Calvario, en un pequeño huerto o jardín, que contenía una tumba nueva, propiedad de José de Arimatea, discípulo clandestino del Señor. Tiene lugar en el primer plenilunio de primavera, cuando la vida arranca en su esplendor, en su fecundidad, en su belleza y en su fuerza. El jardín, el huerto joanneo, evoca el misterio amoroso y nupcial del Cantar de los Cantares. Jesucristo será ya para siempre el Amor y el Amado.

2.- La piedra corrida: Es afirmación común de los evangelistas que la piedra con había sido cerrado el sepulcro estaba corrida al rayar el alba de la pascua. La fuerza de la resurrección -el terremoto del que habla Mateo- ha podido con ella, con peso y su volumen. La tierra se ha abierto. El grano de trigo, enterrado en ella, da fruto y fruto para siempre. La resurrección es también la puerta abierta a la eternidad y a la felicidad que tanto anhela nuestro corazón.

3.- El sepulcro vacío: Es también otro de los argumentos más reiterados en todos los relatos de la resurrección. El sepulcro vacío es signo de la resurrección. Es signo de que la resurrección de Jesucristo ha vencido a la muerte para siempre. El sepulcro vacío evidencia que no existe el cuerpo muerto del Señor. Verdaderamente ha resucitado en cuerpo glorioso. También nosotros resucitaremos en la carne. También quedarán vacíos nuestros sepulcros.

4.- La sábana y el sudario: Con ellos fue amortajado y embalsamado el cuerpo muerto del Señor. Son así testigos de su resurrección. Son testimonio inequívoco de que quien estaba yacente y cubierto con ellos se había levantado de la muerte para siempre. Se ha despojado de los ropajes de la muerte y se ha revestido de gloria para la eternidad. La pascua es la cruz transfigurada; el crucificado, el transfigurado.

5.- El cuerpo glorioso y llagado: La resurrección de Jesucristo es la resurrección de su cuerpo llagado y glorioso. Jesús Resucitado mostrará las llagas de sus manos y de sus pies y la herida abierta del costado, de la que brotó sangre y agua, símbolos sacramentales y de la misma Iglesia. Los testigos de las apariciones del Resucitado lo verán en cuerpo glorioso y llagado, el mismo cuerpo y, a la vez, distinto. No es un fantasma. Los fantasmas no tienen cuerpo como Jesús Resucitado. Con la resurrección la encarnación y la cruz se hacen definitivas: Jesucristo es para siempre es el Dios encarnado y el Dios entregado. Su cuerpo resucitado es presencia definitiva de Dios: su Templo verdadero.

6.- El cenáculo: El cenáculo fue el lugar de la última cena. Fue el escenario del lavatorio de los pies, de la entrega del mandamiento del amor y de la institución de la Eucaristía y del orden sacerdotal. El cenáculo rezuma atmósfera de intimidad, de misterio, de prodigio, de gracia a raudales, de plegaria, de comunidad fraterna. El cenáculo era la “guarida” de los apóstoles y demás discípulos cuando el Señor es crucificado. El cenáculo será testigo de las apariciones a los Apóstoles en grupo, en colegio. El cenáculo será también el lugar de la venida del Espíritu Santo, el don pascual por excelencia del Resucitado.

7.- El camino: Toda la vida y misión de Jesús fue un camino. Él es el camino, la verdad y la vida. En el camino, Jesús se apareció a Cleofás y al otro discípulo de Emaús. No lo reconocieron al comienzo. Tras el camino, en el que desglosó las Escrituras, y tras la fracción del pan, sus ojos se abrieron al Resucitado. Jesucristo, haciendo camino con nosotros, se introduce en nuestros caminos de “vuelta” y de frustración y los transforma en caminos hacia la vida y la misión, hacia Jerusalén, a donde regresan los de Emaús. La fe es siempre camino. La vida de la Iglesia es siempre camino, es el camino de la humanidad. El hombre es, a su vez, el camino de Jesucristo y de la Iglesia.

8.- Las Escrituras: Los relatos bíblicos están cuajados de alusiones, más o menos explícitas, al misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Los ángeles de la mañana de la resurrección invocan la Escritura como argumento de la Resurrección. Jesús Resucitado, en sus apariciones, alude también reiteradamente a la Escritura que había de cumplirse. El corazón de los dos discípulos de Emaús ardía en gozo y en esperanza mientras Jesús les explicaba las Escrituras. Las Escrituras, la Palabra de Dios, son siempre verdad continuada e irrefutable de la resurrección. Jesucristo es la Palabra.

9.- La fracción del pan y el pez asado: Los dos de Emaús reconocieron al Señor en la fracción del pan. Los apóstoles, en la mañana de una nueva pesca en Tiberíades, serán invitados por el Señor Resucitado a sumar los 153 peces que habían pescado por su mediación al pez que él mismo había dejado, junto al pan, en unas brasas, a la orilla del mar grande de Galilea. Jesús es reconocido por los apóstoles y discípulos al compartir la comida. Es expresión nueva de intimidad, de fraternidad, de amistad. La fracción del pan es asimismo símbolo de la Eucaristía celebrada, partida, compartida y repartida. El pez, en las siglas de su nombre griego, fue signo muy usado por los cristianos de la primera hora. Era el mismo nombre de Jesús. El pez es símbolo, pues, de la confesión del nombre de Jesús y de la misión de quienes profesan su Nombre.

10.- Galilea y el mar de Tiberíades: Los relatos evangélicos de la resurrección aluden a Galilea y al mar de Tiberíades como lugares donde el Señor se habría de manifestar vivo y resucitado. Galilea había sido el microcosmos donde Jesús vivió, predicó, convivió con los apóstoles y discípulos, hizo milagros, anunció el Reino. Galilea es símbolo de la vida y del afán de cada día, de la primera misión apostólica. Galilea será, tras la resurrección, el macrocosmos de la misión universal de los apóstoles. Galilea es ya el mundo entero, la historia y la humanidad enteras. Y Galilea, su mar grande -Genesaret, Kineret, Tiberíades- es la imagen por excelencia de la Iglesia, sacramento de Jesucristo: “Echad la red y encontraréis”.

4- Decálogo de los personajes de la Pascua.

Jesucristo es el gran personaje de la resurrección, el gran protagonista. Junto a Él aparecen otros diez personajes o grupos de personajes, que nos interpelan:

1.- Dos hombres -dos ángeles- con vestidos resplandecientes, de aspecto como el relámpago, vestidos como la nieve: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado y al tercer día resucite”. (Mt. 28, 2; Mc., 16,5; Lc. 24, 4-6).

2.- Los soldados guardianes del sepulcro y los sumos sacerdotes: “Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, se produjo un gran terremoto y rodó la piedra que cerraba el sepulcro… Los guardias, aterrorizados, se pusieron a temblar y quedaron como muertos… Algunos de los guardias marcharon a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado”. Estos, reunidos con los ancianos, tomaron bastante dinero y se lo dieron a los soldados diciéndoles: Decid que, viniendo los discípulos de noche, le robaron mientras vosotros dormíais. Y si llega la cosa a oídos del gobernador, nosotros le convenceremos y haremos que no se os inquiete”. (Mt. 28,1-5 y 12-15).

3.- María Magdalena, junto a María la de Santiago, Juana, Salomé y las demás mujeres que estaban con ellas: “Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle, y muy de madrugada, el primer día de la semana, al salir el sol, van al sepulcro… Jesús resucitó el primer día de la semana y se apareció primero a María Magdalena… Ella fue a comunicarlo a los que había vivido con El, que estaban tristes y llorosos”. (Mc. 16,1-2 y 9-10).

“Jesús les salió al encuentro, diciéndoles: ¡Salve! Ellas, acercándose, asieron sus pies y se postraron ante El. Les dijo entonces Jesús: “No temáis; id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán”. (Mt. 28, 9-10).

“Diciendo esto (María Magdalena), se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuera Jesús. Le dijo Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscáis? Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo tomaré. Le dijo Jesús: ¡María! Ella, volviéndose le dijo en hebreo, ¡Rabboni!, que significa Maestro. Jesús le dijo: No me toques, porque aún no he subido al Padre, pero ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. María fue anunciar a los discípulos: He visto al Señor”. (Jn. 20, 14-18).

4.- El apóstol San Pedro: “Salieron, pues, Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro… Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. (Jn. 20, 3-7).

“Después de esto se apareció Jesús a los discípulos junto al mar de Tiberíades y se apareció así: Estaban juntos Simón Pedro y… Les dijo Simón Pedro: Voy a pescar… Salieron y entraron en la barca y en aquella noche no pescaron nada. Llegada la mañana estaba Jesús en la playa, pero los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús: muchachos, ¿no tenéis nada a mano nada que comer? Le respondieron: no. Él les dijo: echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron y ya no podían arrastrar la red por la multitud de los peces. Dijo entonces aquel discípulo a quien Jesús amaba: ¡Es el Señor! Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la sobretúnica -pues estaba desnudo- y se arrojó al mar”. (Jn. 21, 1-8).

“Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro (por tres veces): Simón hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Él le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: apacienta mis corderos… En verdad, en verdad, te digo: cuando eras joven, tú te ceñías e ibas donde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieres. Esto lo dijo indicando con que muerte había de glorificar a Dios. Después añadió: Sígueme”. (Jn. 21, 15-19).

“Viéndole (a Juan), pues, Pedro dijo al Señor: Señor, ¿y este qué? Jesús le dijo: Si quisiera que este permanecería hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme”. (Jn. 21, 21-22).

5.- El apóstol San Juan: “Salieron, pues, Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y asomándose, vio las vendas en el suelo, pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no había entendido las Escrituras: que él había de resucitar de entre los muertos”. (Jn. 20, 3-9).

“Después de esto se apareció Jesús a los discípulos junto al mar de Tiberíades y se apareció así: Estaban juntos Simón Pedro y… Le dijo Simón Pedro: Voy a pescar… Salieron y entraron en la barca y en aquella noche no pescaron nada. Llegada la mañana estaba Jesús en la playa, pero los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús: muchachos, ¿no tenéis nada a mano nada que comer? Le respondieron: no. Él les dijo: echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron y ya no podían arrastrar la red por la multitud de los peces. Dijo entonces aquel discípulo a quien Jesús amaba: ¡Es el Señor! (Jn. 21, 1-7).

“Se volvió Pedro y vio que seguía detrás el discípulo a quien amaba Jesús, en el que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntada: Señor, ¿quién es el que te ha de entregar? Viéndole, pues, Pedro dijo al Señor: Señor, ¿y este qué? Jesús le dijo: Si quisiera que este permanecería hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme”. Se divulgó entonces entre los hermanos la voz de aquel discípulo no moriría; mas no dijo Jesús que no moriría, sino: si yo quisiera que éste permaneciese hasta que venga, ¿a ti qué? Este es el discípulo que da testimonio de esto, que lo escribió y sabemos que su testimonio es verdadero”. (Jn. 21, 21-24).

6.- Los demás apóstoles, excepto Tomás: “La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor a los judíos, vino Jesús y puesto en medio de ellos les dijo: la paz sea con vosotros. Y diciendo esto les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron viendo al Señor. Les dijo otra vez: la paz sea con vosotros. Como me envió mi Padre, así os envío yo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos”. (Jn. 20, 19-23).

“Mientras esto hablaban, se presentó en medio de ellos y les dijo: la paz sea con vosotros. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Él les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies: soy yo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies.” (Lc. 24, 36-41).

“Entonces les abrió la inteligencia para que entendiesen las Escrituras… Vosotros daréis testimonio de esto. Pues yo os envío la promesa de mi Padre; pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto” (Lc. 24,45-49).

“Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y viéndole, se postraron… Jesús les dijo: se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra: id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo”. (Mt. 28,16-20).

7.- El apóstol Santo Tomás: “Tomás, uno de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado no creo. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente. Tomás contestó: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: ¿por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. (Jn. 20,24-29).

8.- Los dos discípulos de Emaús: “Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unas dos leguas; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: ¿qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?… Lo de Jesús el Nazareno que fue profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo… Nosotros esperábamos… Entonces Jesús les dijo: ¡qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó todo lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo: ¡Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída! Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: ¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Y levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros…” (Lc. 24,13-35).

9.- Los otros más de quinientos: “Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido, que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos permanecen todavía y otros durmieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles, y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí”. (I Cor. 15,3-8).

10.-María Santísima, la Madre del Resucitado: La Sagrada Escritura no refiere ningún pasaje en el que Jesús Resucitado se apareciera a su Madre, María Santísima. Con todo, toda la tradición de la Iglesia ve en María el modelo que su hijo Jesús propone al apóstol Tomás, al dudar de su resurrección, cuando dice “Dichosos los que crean sin haber visto”. María es así prototipo y modelo de aquellos bienaventurados que creen sin ver. María creyó y esperó. De este modo, “Jesús siempre estuvo resucitado en su corazón sin necesidad de aparición alguna”. (José Luis Martín Descalzo).

5- La Pascua en los prefacios de la Misa: “Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida”.

El Prefacio es la parte de la plegaria eucarística de la Santa Misa, previa a la consagración, en la que el sacerdote, en nombre todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de la salvación o por algunos de sus aspectos particulares, según las variantes del día, fiesta o tiempo litúrgico.

En el actual Misal Romano hay cinco Prefacios generales de Pascua. Dos son sus grandes enseñanzas: la victoria de Jesucristo sobre la muerte y el anuncio y prenda de esta victoria también para nosotros. Dicho de otra manera: la Pascua no es la Pascua de Cristo sino que desde ella lo es para nosotros.

La lectura y meditación de estos cinco prefacios pascuales nos muestra espléndida y hermosamente la identidad del Pascua, que ahora desglosamos ya agrupamos -algunos de ellos  podrían repetirse en su emplazamiento en razón de la riqueza y hondura de su contenido- en los siguientes tres  bloques temáticos:

1.- ¿Quién es Jesús Resucitado?

El verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo.

Es sacerdote, víctima y altar.

El no cesa de ofrecerse por nosotros, de interceder por todos ante ti.

Inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre.

2.- ¿En qué consistió su resurrección?

Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida.

En su muerte, nuestra muerte ha sido vencida y en su resurrección todos hemos resucitado.

Con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza.

3.- ¿Cuáles son para nosotros los efectos de su resurrección?

Por El los hijos de la luz amanecen a la vida eterna, los creyentes atraviesan los umbrales del reino de los cielo.

En Él fue demolida nuestra antigua miseria, reconstruido cuanto estaba derrumbado y renovada en plenitud de la salvación.

Se ofreció a sí mismo por nuestra salvación.

6- Pascua: el amor es más grande y más definitivo que la muerte y el mal.

La Pascua es la explosión definitiva del amor. Del amor de un Dios que en Jesucristo –verdadero Dios y verdadero hombre- se hace pascua para nosotros, se hace dolor, injusticia, muerte por nosotros para derrotar definitivamente al mal, al dolor, a la injusticia y a la muerte. Y si su paso –ya pascua- entre nosotros fue el paso del amor, su cruz y su pascua son la exaltación, la glorificación del amor. El amor llevado hasta el extremo, hasta el abismo y hasta lo más sublime.

Y la Pascua –la cruz y la resurrección de Jesucristo- no es magia: “La Pascua –exclamó el Papa Benedicto XVI en su mensaje urbi et orbi del día de la Pascua 2010– no consiste en magia alguna. De la misma manera que el pueblo hebreo se encontró con el desierto, más allá del Mar Rojo, así también la Iglesia, después de la Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y angustias de la historia. Y, sin embargo, esta historia ha cambiado, ha sido marcada por una alianza nueva y eterna, está realmente abierta al futuro. Por eso, salvados en esperanza, proseguimos nuestra peregrinación llevando en el corazón el canto antiguo y siempre nuevo: “Cantaré al Señor, sublime es su victoria»”.

¿Qué es entonces la Pascua?

La Pascua es la verificación de que el amor vence al odio, de que la justicia triunfa sobre la injusticia, de que el sufrimiento está cuajado de valor redentor, de que el mal no tiene la última y acaba sucumbiendo ante el bien, de la que la muerte es siempre derrotada por la vida.

La Pascua la respuesta a los interrogantes que siempre inquietan y acongojan el corazón del hombre. La Pascua es la certeza en el encuentro que tanto se busca y persigue. La Pascua es el clamor de eternidad y de felicidad que late en el alma humana. La Pascua es la demostración de que procedemos de Dios y a Él nos encaminamos. La Pascua es la vocación y la heredad de la sufriente y anhelante humanidad de hoy, de ayer y de siempre, la brújula de su caminar vacilante, entre gozos y sombras, entre esperanzas y frustraciones.

Tenía que ser así. Ni sido hemos creado de la pura y material nada, ni por nadie, ni nos dirigimos a la destrucción y al olvido. La vida no es un absurdo insoportable, una imposible utopía. La vida no es quimera. La vida tiene sentido. La historia tiene esperanza. La humanidad tiene futuro, futuro para siempre. Somos ciudadanos de los cielos nuevos y de la tierra nueva, de la humanidad nueva y definitiva inaugurada por Jesucristo. La existencia terrena no es una inmensa farsa, sujeta a los vaivenes y a los vientos de la suerte, del destino y de la casualidad. La Pascua es la causalidad de un Dios que nos creó, que nos remidió y que nos santifica. Somos el pueblo de la Pascua. Y para ello necesitamos ser, en primer lugar, discípulos de ella, aprender en ella, nutrirnos en ella; y después, testimoniarla con nuestras vidas y con nuestras obras.

Y si la Pascua es la luz que alumbra sobre las tinieblas, la belleza que emerge sobre tantas fealdades aun maquilladas, el bien que supera el mal, el perdón que elimina el rencor, la justicia que se impone sobre la injusticia, la esperanza que desvanece la desesperanza, la paz que vence a la violencia, la vida que derrota a la muerte, el amor que es más grande que el odio, a nosotros, Pueblo de la Pascua, nos corresponde aprender de esa luz, de esa belleza de ese bien, de ese perdón, de esa justicia de esa esperanza, de esa paz, de esa vida y de ese amor. Y solo así y luego seremos testimonios vivos de ella.

Testigos de la luz y de la belleza de la Pascua

Seremos, pues, luz de Pascua alumbrando e iluminando tantas tinieblas como nublan nuestros horizontes vitales. La luz es la verdad, es la que nos permite caminar. Y es la que nos llega de la necesaria formación y de la correcta información. La luz no se esconde, se muestra y se expande. Como esa luz de la vigilia pascual, que en el corazón de la noche y de la oscuridad, surge como un resplandor que irradia y se contagia. Por ello, la liturgia pascual tiene como símbolo excepcional la luz, simbolizado en el Cirio Pascual, de cuya luz todos recibimos luz. Es luz de palabra, es la luz de la Palabra, fuente primera, insustituible e inacabable de formación. Pues, en ella, en la Palabra, está el manantial de la verdadera sabiduría.

Seremos, pues, belleza de Pascua frente a tantas inmundicias y fealdades con el resplandor de nuestra propia dignidad de cristianos. La belleza de la Pascua, cuyo símbolo litúrgico bien podrían ser las flores y el agua, nos obliga a los cristianos a vivir en la limpieza, en la honradez, en la honestidad. Y a saber recuperar siempre su esplendor a través del Sacramento de la Confesión.

El bien, el perdón y la justicia de la Pascua

Seremos asimismo, deberemos ser, pues, el bien pascual que vence al mal. El mal no tiene tampoco la última palabra. Ni el mal presente en nuestro mundo de tantas y diversas y hasta sutiles y alambicadas formas ni el mal que coexiste igualmente entre nosotros y en nosotros mismos. El cristiano, la criatura nueva de la Pascua, ha de responder al mal con el bien. Como hizo Jesús en la cruz. Al mal no le puede combatir con el mal pues engendra y genera más mal, mayor mal. La única manera de derrotarlo es con el bien. Hacer el bien, cotice o cotice en nuestro mundo, es siempre el valor seguro. Al igual que el que “siembra vientos, recoge tempestades”, el que siembra bien el bien recogerá el bien, aunque tantas veces pueda parecer lo contrario.

Seremos, pues, deberemos ser el perdón pascual que elimina el rencor viviendo y practicando el evangelio del perdón en medio de nuestras relaciones personales, laborales, familiares. Un buen ejercicio de Pascua, una buena demostración de resurrección, del hombre nuevo de Pascua, será hacer las paces, buscar la reconciliación. El rencor es una rémora y una atadura, que nos envuelve en la espiral y la dialéctica estériles no solo del ojo por ojo, sino que además seca nuestro corazón y nos atenaza. El perdón, la reconciliación cristiana, es un “más allá” de la lógica del tener razón y que nos abre a la generosidad y expande nuestros pulmones del alma. Es la disponibilidad para dar el primer paso. Es salir en primer lugar al encuentro del otro, ofrecerle la reconciliación, asumir el sufrimiento que implica la renuncia a tener razón. Es no ceder en la voluntad de reconciliación y de esto Dios –acabamos de comprobarlo con Jesucristo en la misma cruz-  nos dio el ejemplo, y esta es la manera de llegar a ser como Él, una actitud que necesitamos continuamente en el mundo. El perdón de la Pascua, el perdón de los cristianos, será la mejor medio para saber pedir perdón –tener el coraje de hacerlo- y para saber perdonar de corazón.

Seremos, pues, la justicia pascual que se impone sobre la injusticia. ¡Qué mayor injusticia y atroz injusticia que los juicios, las condenas, la pasión y la crucifixión de Jesucristo! Pero, como el Papa Benedicto XVI nos recordó en su mensaje para la Cuaresma 2010, de este modo, mediante Cristo y este crucificado, Dios establece su justicia, la justicia que se convierte en el motor para luchar en pos de sociedades mejores. Obrando el bien, sembrando el perdón, construiremos la paz, esa paz pascual que vence siempre a la violencia, esa paz cuyo presupuesto fundamental es la justicia.

La conversión de la Pascua

“Sí, hermanos, la Pascua  -subrayó Benedicto XVI en su mensaje pascual de la bendición urbi et orbi 2010- es la verdadera salvación de la humanidad. Si Cristo, el Cordero de Dios, no hubiera derramado su Sangre por nosotros, no tendríamos ninguna esperanza, la muerte sería inevitablemente nuestro destino y el del mundo entero. Pero la Pascua ha invertido la tendencia: la resurrección de Cristo es una nueva creación, como un injerto capaz de regenerar toda la planta. Es un acontecimiento que ha modificado profundamente la orientación de la historia, inclinándola de una vez por todas en la dirección del bien, de la vida y del perdón. ¡Somos libres, estamos salvados! Por eso, desde lo profundo del corazón exultamos: «Cantemos al Señor, sublime es su victoria»”.

Pero para ello “también hoy –prosigue Benedicto XVI- la humanidad necesita un “éxodo”, que consista no sólo en retoques superficiales, sino en una conversión espiritual y moral. Necesita la salvación del Evangelio para salir de una crisis profunda y que, por consiguiente, pide cambios profundos, comenzando por las conciencias”.

Porque la felicidad no la dan ni el dinero, ni la fama, ni el éxito ni el poder. El dinero es necesario, pero puede esclavizarnos. La felicidad no se compra ni se vende a base de talonarios. La fama y el éxito son fugaces como la flor de heno y tampoco garantizan la felicidad. ¡Tantas atrapan, envanecen, encadenan! Y el poder si no se vive como servicio acaba narcotizando, alejando de la realidad, poniendo al servicio y no el poder al servicio del hombre. Necesitamos una felicidad fiable: la felicidad -siquiera en prenda, en promesa, en semilla, en atisbos- de la Pascua.

La vida nueva de la Pascua

Y así, de este modo, gracias a ella, a la Pascua, la esperanza se abrirá paso en medio de tantos motivos y razones para la desesperanza, y la vida derrotará a la muerte, a todas las muertes, las del cuerpo y las del alma. Y la Pascua nos hará defensores y promotores incondicionales de ella, de la vida, desde su concepción hasta su ocaso natural; y defensores y promotores incondicionales de la calidad de vida a la que se oponen frontalmente el terrorismo, el paro, las injusticias sociales, la crisis económica, la pobreza, la especulación, la avaricia, la idolatrización del dinero, la explotación, la “divinización” del sexo y tantas y tantas formas varias de mermar la vida, de condicionar y empobrecer la vida.

¡Claro que nos cuesta y que no entendemos el dolor y el sufrimiento! Pero ambos van intrínsecamente unidos a la condición humana y desde que Jesús los asumió, los vivió, los padeció y los glorificó, son ya también más humanos y más de Dios! Y dígase lo mismo del envejecimiento con todas sus consecuencias.

¡Claro que nos cuesta y no entendemos la muerte, la página más dolorosa, inevitable e insondable de la existencia humana! Pero la muerte es menos muerte gracias a la muerte y a la resurrección de Jesucristo. Y además, ¿qué otra alternativa nos queda, que otras opciones nos dan y nos garantizan la ciencia, la razón, la técnica, el desarrollo? Y además, como dijo en el Papa en la vigilia pascual, tiene que haber otro paraíso, otro futuro, otro destino a este terreno, a esta vida siempre caduca y vulnerable.

Con la Pascua y en la Pascua resplandeció, resplandece y resplandecerá siempre el amor. Ese amor que es más grande, más poderoso, más hermoso, más fecundo y más fecundador que la muerte, la desesperación, la violencia, la injusticia, el odio, el rencor, el mal y las tinieblas. Ese amor salvador que es Jesucristo crucificado y resucitado, nuestra única esperanza. Y es que ¿no es esto lo que clama nuestro corazón? ¿No es esta la sed del alma del ser humano de todos los todos los tiempos que suspira por ser saciada? Y es que ¿no es esto lo que dijeron y anunciaron las Escrituras?

La Pascua no puede esperar

“Id a Galilea, allí le veréis”. A la Galilea del afán nuestro de cada día. Y lo veremos en su Palabra, en sus Sacramentos, en la Caridad. Y veremos y su rostro transfigurado y glorioso. Y comprobaremos sus llagas y sus heridas en nuestras llagas y en las llagas de todos nuestros hermanos. Y contemplaremos su costado abierto y traspasado por amor que solo a amor llama y que solo cicatriza con amor.

Sí, ahora nos toca a nosotros. Nosotros somos sus testigos. La Pascua no puede esperar.

7- Tres lecciones y caminos para vivir la Resurrección: Ojos y corazón nuevos, la trascendencia, la misión.

La Pascua es la vocación de la Iglesia. Es su destino y su heredad. Somos ciudadanos del cielo, de un cielo y de una Pascua que solo se pueden ganar en la tierra. La cruz de Cristo nos redime, pero no nos garantiza automáticamente la salvación que hemos de lograr completando en nuestra carne y en nuestra alma lo que le falta a su Pasión redentora. Pasión y Pascua se funde, de este modo, en una unidad indivisible y santa.

Somos herederos de la Pascua, de una Pascua a la que llega desde la cruz. La Pascua es el Calvario y la cruz es la gloria. La muerte es la resurrección. El fracaso es la victoria. El dolor es el gozo. La angustia es la satisfacción. Es preciso saber morir -no solo la muerte corporal y terrena, sino también tantas pequeñas muertes cotidianas al hombre viejo- para poder resucitar. Muriendo -sí- se resucita a la vida eterna. La única manera de vencer el dolor y la tristeza es dejar de amarlos, sentenció con acierto un escritor. Pero ello, todo ello, solo desde Jesucristo crucificado y resucitado.

Id a Galilea: El mundo y la Iglesia son Galilea

Tal es la grandeza de este misterio de gracia que la Iglesia ahora durante cincuenta días nos reiteraba la verdad esencial de nuestra fe: Verdaderamente ha resucitado. Aleluya. Y lo podemos encontrar, de nuevo, en Galilea, en la Galilea, en el mar más abierto que nunca, de su lago, imagen del mundo y de la misión de la Iglesia. De ahí, la necesidad de acudir a la escuela de la Pascua.

La Pascua es el tiempo de la Iglesia. “Ahora os toca a vosotros”, parece decirnos el Señor Resucitado cuando nos muestra sus llagas -el ministerio eclesial de la caridad, espléndido ejercicio del llamado “munus regendi”-, su Palabra -el ministerio eclesial docente o “munus docendi” y su pan tierno y partido –“munus sanctificandi”-. Ahora nos toca a nosotros y tenemos cincuenta días consecutivos y todos los domingos del año -la vida entera, en definitiva- para reconocer y ser testigos del Resucitado, la mejor noticia y realidad de toda la historia de la humanidad.

Y para ello es preciso, de nuevo, hallar el equilibrio entre la cruz y la gloria. Nos hemos pasado tantos años en la Iglesia clavados en el Viernes Santo, plantados en la contemplación de la Pasión, que ahora, como si se tratara de un movimiento pendular, nos hemos instalado con verdad y también con demasía solo en la gloria. Hasta ufanamente decimos estar solo pendientes de la Pascua. Y no hay Pascua sin Viernes Santo.

La Palabra de Dios

Necesitamos, pues, escuchar y aprender en la escuela verdadera de la Pascua. He aquí, tres lecciones imprescindibles para descubrir la Pascua, para vivir auténticamente su verdad y su gracia.

1.- La primera es saber ver y juzgar con ojos y corazón nuevos. Ya les pasó a los apóstoles. Ya les pasó a Pedro y a Juan. Dudaron del anuncio de las mujeres y necesitaron ir al sepulcro, hallarlo vacío, contemplar las vendas y el sudario. Y ver con el corazón. “…y entonces vio y creyó, pues no habían entendido la Escritura que anunciaba que Él iba a resucitar de entre los muertos”.

La escuela de la Pascua tiene, por tanto, como primera lección la escucha atenta, constante y orante de la Palabra de Dios. Hemos de regresar una y otra vez a la Biblia. Es la fuente, el sustrato y el nutrimento capital de nuestra fe y de nuestra vida. Los cristianos -particularmente los católicos- no podemos ser los grandes desconocedores y hasta prófugos de la Palabra de Dios, que es siempre viva y eficaz, actual, interpeladora, pensada para ti, para mí y para todos. La Palabra de Dios es la gran pedagoga, la gran educadora de nuestros ojos y de nuestro corazón. Es la gran maestra de la Pascua.

Con la Palabra de Dios y desde la Palabra de Dios, obtendremos la mirada del corazón. La mirada del corazón sobre nuestra vida pasada y presente, sobre nuestra historia personal y colectiva, sobre nuestro hoy, sobre nuestros hermanos y sobre todas aquellas personas que salgan a nuestro camino.

La mirada del corazón de la Pascua -mirada transida, tamizada y reflectada de y por la Palabra de Dios- nos dará los panes ázimos de la sinceridad y de la verdad, que tanto necesitamos, aunque nos empeñemos y nos equivoquemos en pensar y en vivir envueltos y rodeados de tantas medias verdades y mentiras completas como las que están de moda y propaga nuestra llamada sociedad del bienestar, de la apostasía silenciosa y de la lejanía religiosa, que dice -sobre todo con las obras y con los hechos- que no necesita a Dios, que Dios no es necesario, menos aún el Único Necesario.

Mirar las cosas de allá arriba

2.- En segundo lugar, la escuela de la Pascua, al purificar nuestra mirada y nuestro corazón, nos enseñar a mirar “más arriba”, a buscar las “cosas de allá arriba”, donde está Cristo el Señor. Nuestro mundo y también los cristianos urgimos recuperar la trascendencia. El progreso de la ciencia y de la técnica, los altos niveles de bienestar que disfrutamos en Occidente -al menos, la mayoría de las personas- nos prometen continuamente el paraíso en la tierra y nos dejamos engañar pensando que estamos a un tris de hallar aquí, en esta tierra, la felicidad y la plenitud. Vivimos en el sofisma del primer paraíso terrenal cuando la serpiente engañó al primer hombre y a primera mujer en la manzana del árbol de la vida, del árbol del bien y del mal. No hay más árbol de la vida que el árbol de cruz. El, en Jesucristo crucificado, es el Bien, el único bien vivo y verdadero. Y la tentación y los tentadores son el mal. No nos confundamos y no nos dejemos confundir.

Necesitamos buscar “las cosas de allá arriba”. Necesitamos llenarnos de esperanza de la buena, de la esperanza en que fuimos salvados -“spe salvi”-, de la esperanza que no defrauda. ¡Qué oportuno y providencial resulta entonces retomar también en Pascua la encíclica de Benedicto XVI “Spe salvi”, particularmente cuando habla de los lugares para el ejercicio y el aprendizaje de la esperanza: la oración, la actividad, el sufrimiento y el Juicio de Dios!

Un cristianismo renovado, vigoroso, robustecido, confesante y apostólico es que, nutrido de la Palabra de Dios, se abre y se recicla continuamente en la oración y los sacramentos. A esta hora nuestra de secularismos y laicismos la única respuesta válida es la que brote de una vida interior, de la plegaria, de la espiritualidad recia y encarnada.

Para “buscar las más de allá arriba”, donde está Cristo el Señor, necesitamos rezar, fortalecer nuestra vida interior, revitalizar nuestras raíces cristianas, ahondar en la verdadera y propia identidad de nuestra fe y de nuestra Iglesia en y desde la comunión.

Y así, con la guía de la Palabra y el ejercicio de la espiritualidad cristiana, la fe verdadera -la fe pascual- se irá abriendo camino en nuestro corazón, con la ayuda de la gracia y el esfuerzo de nuestro empeño.

Nosotros somos sus testigos.

3.- La escuela de la Pascua, desde la Palabra y desde la búsqueda y cultivo de la verdadera y apremiante trascendencia y espiritualidad, nos convertirá así en apóstoles y testigos. Nadie da lo que no tiene. Solo transformados nosotros mismos podremos ser levadura nueva de transformación para nuestra humanidad. Cristo Resucitado nos llama a ser sus testigos. “Nosotros somos sus testigos”, repetían los apóstoles en aquellas horas y días de la gran Pascua.

La condición del testigo es solo la propia del discípulo. Del que está a la escucha y en la compañía del Maestro. De aquel que experimenta y conoce su sabiduría, su grandeza y su amor. Solo así el discípulo hallará al Cristo total – no a un Cristo a mi gusto u medida- y solo así el discípulo se convertirá en apóstol, en misionero, en testigo. Nuestro gozo será entonces tal que nos brotará y surgirá espontáneo e irrefrenable el expandir y transmitir con la fuerza de la propia vida y de las obras al Cristo que se levanta y camina con las llagas y transido de gloria en el alba del día sin ocaso.

Nuestra Iglesia ha de ser, pues, más misionera y apostólica que nunca. Lo reclaman el tesoro que llevamos dentro, la heredad común que compartimos. Lo reclama la sed de Dios de un mundo huérfano de Dios que, en todo caso, ya solo cree y escucha a los testigos creíbles, cabales convincentes, fidedignos y coherentes.

Entonces la resurrección tendrá consecuencias en nuestra vida, comprendiendo progresivamente la resurrección a la luz de la vida de Cristo y recorriendo nuestra vida a la luz de esta resurrección, a cuya “escuela” hemos de acudir cada día, humilde, gozosa y esperanzadora. Nos espera el Resucitado, a quien descubriremos también en nuestras llagas y en las llagas de una humanidad dolorida y anhelante de salvación.

8- Nada necesitamos más que la Pascua

Una meditación pascual para la vida de cada día.

“Así como en primavera los rayos del sol hacen brotar y abrir las yemas en las ramas de los árboles, así también la irradiación que surge de la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a toda expectativa, deseo, proyecto”.

Son palabras del Papa Benedicto XVI en su mensaje urbi et orbi para la Pascua 2011, una Pascua marcada, una vez más, por el dolor en tantos lugares del mundo –Japón, Costa de Marfil, Libia, los inmigrantes subsaharianos, los cristianos perseguidos, el siempre convulso Oriente Medio-, por la crisis económica que no cesa y nos lega el terrible rastro del paro –en España, por ejemplo, cerca de cinco millones de personas paradas- amén de la injusticia letal de mil millones de personas que sufren y mueren de hambre.

El por qué y el para qué de la Pascua

Y el Papa, ante el gozo y el júbilo de la Pascua y ante las sombras de tanto dolor, pecado e injusticia en el mundo, ha recordado que «en tu resurrección, Señor, se alegren los cielos y la tierra». A esta invitación de alabanza que sube hoy del corazón de la Iglesia, los «cielos» responden al completo: La multitud de los ángeles, de los santos y beatos se suman unánimes a nuestro júbilo. En el cielo, todo es paz y regocijo. Pero en la tierra, lamentablemente, no es así. Aquí, en nuestro mundo, el aleluya pascual contrasta todavía con los lamentos y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas: miseria, hambre, enfermedades, guerras, violencias. Y, sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado precisamente por esto. Ha muerto a causa de nuestros pecados de hoy, y ha resucitado también para redimir nuestra historia de hoy. Por eso, mi mensaje quiere llegar a todos y, como anuncio profético, especialmente a los pueblos y las omunidades que están sufriendo un tiempo de pasión, para que Cristo resucitado les abra el camino de la libertad, la justicia y la paz”.

Si, esta es la gran verdad, la gran belleza y la gran esperanza de la Pascua: Cristo ha muerto y ha resucitado precisamente porque hay miseria, hambre, enfermedades, guerra, violencias, odio, lejanía de Dios, apostasía y blasfemia de su santo nombre. Su resurrección no es una quimera, una ilusión, un sentimiento místico, un deseo, una imagen, un símbolo, una especulación. Su resurrección es un hecho histórico, verdadero, real. Es el hecho de los hechos. Es la verdad de las verdades. Es la esperanza contra toda y contra tantas esperanzas. Es la luz de mundo, “una luz diferente, divina, que ha roto las tinieblas de la muerte y ha traído al mundo el esplendor de Dios, el esplendor de la Verdad y del Bien”.

Tanto como necesitamos

¿Qué es, entonces, lo que más necesita nuestro mundo? ¿Qué es entonces lo más preciso para la humanidad presente y para la humanidad de todos los tiempos? ¿Qué es lo que más necesitamos y, en el fondo –tantas veces sin saberlo- anhelamos todos los seres humanos? Una verdadera y continua primavera. La Pascua es la primavera de la humanidad. Pero ¿tiene algo que ver la Pascua con nuestros dolores, con nuestras urgencias, con nuestras necesidades, con nuestros deseos, sueños y anhelos?

Nuestro mundo necesita combatir el hambre y la injusticia, repartir bien la riqueza, distribuir con equidad los recursos más que suficientes de que disponemos, pero que, sin embargo, no llegan, no mucho menos, a todos ni a casi todos.

Nuestro mundo necesita encontrar la forma para superar la tan supurante y prolongada crisis económica, que nos atenaza, entristece y empobrece.

Nuestro mundo, quizás sin darse cuenta de ello o sin querer darse cuenta, demanda tomar conciencia de cuáles han sido y siguen siendo las verdaderas causas de esta estrangulante crisis económica  y descubrir que ha sido y es el culto idolátrico y egocéntrico al becerro de oro del dinero el que la ha ocasionado, haciendo, pues, de la crisis una oportunidad para no volver a transitar estos caminos suicidas.

Nuestro mundo urge recuperar y ahondar en la verdad de valores fundamentales como el esfuerzo, la disciplina, la lealtad, la fidelidad, la amistad, la fraternidad, el respeto, la tolerancia, la honradez, la sinceridad, la solidaridad.

Nuestro mundo ha de darse cuenta de que toda vida humana y de que la vida entera de todas las personas es sagrada y de que no existe la vida indolora, la vida solo para los útiles, los bellos, los productivos, los que cuentan y valen más tejas abajo.

Nuestro mundo ha de promover el respeto, la tutela, la defensa y la promoción de todos los derechos humanos, empezando –como ya queda dicho- por el derecho a la vida desde su concepción hasta su ocaso. Y entre esos derechos fundamentales, ha de velar y comprometer por el derecho a la libertad religiosa, tan vulnerado y preterido.

Nuestro mundo ha de seguir empeñado y comprometido con el desarrollo técnico, científico, médico, sanitario para curar más enfermedades, sanar mejor las heridas, prolongar la vida, buscando una mayor calidad de vida… Sí.

Nuestro mundo ha de investigar e invertir en la prevención de los riesgos laborales, en instrumentos  y sistemas que nos alerten y prevengan ante terremotos, tsunamis, mareas y demás desgracias naturales.

La Pascua es la clave

Sí, sí, sí. Todo ello es necesario. Todo ello merece todos los esfuerzos, todos los afanes y todos los compromisos. Pero todo ello para ser verdadero y definitivo ha de nacer de la Pascua, ha de brotar del costado abierto por la lanza y herido por nuestro amor de Jesucristo crucificado y resucitado. Es nuestra vida, nuestra alegría, nuestra paz, nuestra justicia, nuestro valor supremo, nuestra plenitud, nuestra plenitud. Él es nuestro futuro, ya presente.

“Él –afirmó también el Papa Benedicto XVI en su extraordinario mensaje urbi et orbi para la Pascua 2011-  está con nosotros hasta el fin de los tiempos. Vayamos tras Él en este mundo lacerado, cantando el Aleluya. En nuestro corazón hay alegría y dolor; en nuestro rostro, sonrisas y lágrimas. Así es nuestra realidad terrena. Pero Cristo ha resucitado, está vivo y camina con nosotros. Por eso cantamos y caminamos, con la mirada puesta en el Cielo, fieles a nuestro compromiso en este mundo”.

Y es que nada necesitamos más que la Pascua. La Pascua no nos aleja del llanto del hermano, ni del dolor propio, ni del esfuerzo por el bien, la bondad, la verdad, la justicia y la belleza. Todo lo contrario: la Pascua nos pone en camino hace estas realidades. Porque la Pascua nos sitúa más y mejor en la realidad. No nos hace personas ausentes, lejanas, desencarnadas, espiritualistas. Nos hace personas cabales, realistas, conscientes de que Él, sí, lo hace todo nuevo y mejor y que, a su vez, a nosotros nos encomienda proseguir esta tarea.

La Pascua es la gran solidaridad. La Pascua es la brújula. La Pascua es la clave. La Pascua es la llave. La Pascua es la esperanza. Nada necesitamos más que la Pascua. Y por ello nada necesitamos más que volver a Dios, al Dios de Jesucristo, al Dios de la Pascua, al  Dios que se prolonga en la Iglesia.

La Pascua no es enemiga del progreso, del bienestar, del desarrollo. Es su motor. La Pascua no llama al conformismo, sino al esfuerzo y al compromiso. La Pascua no nos deja ya instalados, precipitada y anticipadamente, en el cielo, sino que no pone en camino hacia él. Cambia nuestros valores, sí. Nos hace mirar hacia los bienes de allá arriba, pero para iluminar y sanar a los valores de acá abajo.

El afán de cada, anticipo y prenda de la Pascua

“Solo en el afán de cada día –escribió el gran teólogo contemporáneo Kart Rahner- se vislumbra el rostro de la eternidad”. Y a al afán de cada día nos convoca la Pascua. En él, el afán, en el quehacer, en la búsqueda, en el esfuerzo de cada día está ya en prensa y en semilla la Pascua.

Repitamos otro fragmento del mensaje urbi et orbi de Benedicto XVI: “Aquí, en nuestro mundo, el aleluya pascual contrasta todavía con los lamentos y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas: miseria, hambre, enfermedades, guerras, violencias. Y, sin embargo, Cristo ha muerto y resucitado precisamente por esto. Ha muerto a causa de nuestros pecados de hoy, y ha resucitado también para redimir nuestra historia de hoy”.

Y por eso la Pascua ha de llegar, “quiere llegar a todos y, como anuncio profético, especialmente a los pueblos y las comunidades que están sufriendo un tiempo de pasión, para que Cristo resucitado les abra el camino de la libertad, la justicia y la paz”.

¿Por qué entonces seguimos alejándonos del Dios de la Pascua, de la Iglesia que sirve la Pascua? ¿Por qué entonces seguimos pensando, en la teoría o en la práctica, que nosotros solos nos las valemos para arreglar nuestros problemas? ¿Por qué entonces nuestro corazón no vibra con la Pascua, por qué entonces tantas veces no somos el Pueblo de la Pascua? Nada, absolutamente nada, necesitamos más que la Pascua. Nada, absolutamente nada, necesitamos que a Cristo y a este crucificado y resucitado. Es nuestra Pascua, nuestro gozo, nuestra esperanza para siempre. Amén

 

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