Él fue, se lavó, y volvió con vista

Domingo 22 de Marzo de 2020. IV de Cuaresma.

Lectura del evangelio según san Juan (9,1.6-9.13-17.34-38).

En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían: «El mismo.»
Otros decían: «No es él, pero se le parece.»
Él respondía: «Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó: «Que es un profeta.»
Le replicaron: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.

REFLEXIÓN

Es ciego de nacimiento. Ni él ni sus padres tienen culpa alguna, pero su destino quedará marcado para siempre. La gente lo mira como un pecador castigado por Dios. Los discípulos de Jesús le preguntan si el pecado es del ciego o de sus padres.

Jesús lo mira de manera diferente. Desde que lo ha visto solo piensa en rescatarlo de aquella vida de mendigo, despreciado por todos como pecador. Él se siente llamado por Dios a defender, acoger y curar precisamente a los que viven excluidos y humillados.

Después de una curación trabajosa en la que también él ha tenido que colaborar con Jesús, el ciego descubre por vez primera la luz. El encuentro con Jesús ha cambiado su vida. Por fin podrá disfrutar de una vida digna, sin temor a avergonzarse ante nadie.

El mendigo curado confiesa abiertamente que ha sido Jesús quien se le ha acercado y le ha curado, pero los fariseos lo rechazan irritados: «Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». El hombre insiste en defender a Jesús: es un profeta, viene de Dios. Los fariseos no lo pueden aguantar: «¿Es que también pretendes darnos lecciones a nosotros, tú que estás envuelto en pecado desde que naciste?».

El evangelista dice que, «cuando Jesús oyó que lo habían expulsado, fue a encontrarse con él». El diálogo es breve. Cuando Jesús le pregunta si cree en el Mesías, el expulsado dice: «¿Y quién es, Señor, para que pueda creer en él?». Jesús le responde conmovido: «No está lejos de ti. Ya lo has visto. Es el que está hablando contigo». El mendigo le dice: «Creo, Señor».

Así es Jesús. Él viene siempre al encuentro de aquellos que no son acogidos, del que sufre, del pobre. No abandona a quienes lo buscan y lo aman, aunque sean excluidos. Los que no tienen sitio concreto tienen un lugar privilegiado en su corazón.

¿Quién llevará hoy este mensaje de Jesús hasta esos colectivos que, en cualquier momento, escuchan condenas públicas injustas de dirigentes ciegos; que se ven obligados a vivir su fe en Jesús en el silencio de su corazón, casi de manera secreta y clandestina?.

Cristo se hizo hombre para conducirnos a los peregrinos en tinieblas al esplendor de la fe (cf. prefacio). Es lo que se expone en el Ev.: todos nacemos privados de la luz de la fe y la gracia de Dios por el pecado original. Lo mismo que el primer hombre fue creado del barro de la tierra, Cristo hizo barro con su saliva, lo untó en los ojos del ciego y le mandó lavárselos con agua, y el ciego vio. En el bautismo Cristo nos vuelve a crear. Y, como el ciego, en la Cuaresma tenemos que seguir renunciando a cuanto nos impide decirle a Cristo con toda verdad: «Creo en ti, Señor».

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