Domingo 28 de junio, XIII semana del Tiempo Ordinario
Evangelio según san Marcos 5, 21-24. 35b-43
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
– «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente.
Llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
– «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?»
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
– «No temas; basta que tengas fe.»
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo:
– «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
– «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones.
Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
REFLEXIÓN
Dios no hizo la muerte
Esta lapidaria frase del libro de la Sabiduría nos ayuda a centrar el sentido del Evangelio de este domingo. Los creyentes podemos estar de acuerdo en que Dios no es el autor de la muerte, pero cuando los que aún no alcanzan a ver la grandeza y bondad de Dios nos instan desde su dolor y oscuridad para que les ofrezcamos otra alternativa, y solemos quedarnos perplejos. Remitimos a una Salvación y a una Vida que no son de este mundo, reconociendo que Dios se hace fuerte en lo invisible y desconocido.
Una vez más, es Jesús el que con su acción y su palabra responde a las pequeñas o grandes muertes que aquejan a cada hombre, a cada mujer. En el Evangelio, dos historias maravillosamente entrecruzadas, pintan un cuadro luminoso.
Jairo, el jefe de la sinagoga, se acercó por delante, y cara a cara, le hizo una petición al Señor: “Ven, pon las manos sobre ella para que se cure y viva” (Mc 5, 23). Aquella mujer enferma “oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto” (Mc 5, 27). Ella, desde su avergonzado silencio, puso su última esperanza en el Maestro.
Hija, tu fe te ha curado
El Buen Padre Dios ama la vida, nos ha creado para la plenitud, no para la estrechez. Hoy continúa regalándonos a su Hijo. Es la experiencia de Pablo: “bien sabéis lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo” (2 Cor 8, 9). La Iglesia en nuestros días vuelve a experimentar esto, siempre que se acerca a su Esposo y Pastor con la fe de Jairo o de la hemorroisa. Abiertamente o desde el silencio deseamos, anhelamos, gritamos a la Fuente de la Vida y de la Salud que es Cristo. Hay una fe que mueve montañas, y es la fe de los humildes.
Sobra la autosuficiencia de aquellos, que consideran indigno pedir. En ocasiones sentimos la vergüenza de quien no se atreve siquiera a llamar por su nombre a los males que le asaltan. Un día la sed nos acució a buscar a fondo, y encontramos la Vida. Así, somos llamados a encaminar a la humanidad hacia ese costado abierto de Cristo del que podemos recuperar la salud. Reconocemos que sin Él, estamos en trance de muerte. Pero con Él, la vida florece y la resurrección llega a todos.
Jesús está siempre de parte de los más débiles. Creer hoy, Señor, es andar a tientas, tanto de día como de noche, entre sombras y luces, bullicios y silencios… Y alegrarse de estar aquí, así, a tientas.