Amarás al Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo

Domingo 25 de octubre de 2020. XXX del Tiempo Ordinario

Lectura del evangelio según san Mateo (22,34-40).

En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»
Él le dijo: «»Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.» Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»

REFLEXIÓN

“COMO A TI MISMO”

A primera vista resulta algo extraño, e incluso sorprendente, que Jesús use como término de comparación el amor “a sí mismo” para caracterizar la vida de profundidad divina y de incondicional entrega y servicio a los demás cuyo exponente es, en definitiva, la suya propia, la inconfundible peculiaridad de su evangelio. Y ello, además, en línea de continuidad con la tradición de la Ley y con el auténtico sentido de la Revelación de Dios a su pueblo elegido. ¿Acaso es una invitación o defensa de una especie de  narcicismo o de culto a la propia persona? ¿Una reivindicación para el egoísmo, o al menos una justificación para el egocentrismo? Es evidente que no. Pero también es evidente que la lectura de este texto suena como si nos dijera que “quien no se ama a sí mismo no puede amar a los demás”, e indudablemente algo de eso hay…

Sin embargo no podemos caer en el despropósito cristiano de considerar que se nos hace una llamada a constituir una sociedad en lugar de una fraternidad, en el sentido en que el Papa Francisco lo aduce en su reciente encíclica, al contraponer la mentalidad de socio a la de prójimo:  “Los que únicamente son capaces de ser socios crean mundos cerrados”… “Así la palabra ‘prójimo’ pierde todo significado, y únicamente cobra sentido la palabra ‘socio’, el asociado por determinados intereses.” (“Fratelli Tutti” 104 y 102)

Lo que podemos deducir de cierto en ese mandato de “ama al prójimo como a ti mismo”, reverso del “ama a Dios sobre todas las cosas”; es, en primer lugar, que se trata del prójimo, de aquella persona a quien nos hemos acercado,  a la que hemos hecho cercana y compañera, a quien acogemos y para quien estamos disponibles. Y cuando hemos hecho del otro prójimo, dar curso al amor de Dios significa instalar a ese prójimo en la hondura de nuestra fe en Él del mismo modo que nosotros nos sentimos atrapados por Él, inundados, sumergidos en la divinidad… No se trata tanto de un “término de comparación” que puede conducir a absurdas paradojas de supuesto egoísmo caritativo y de una pretendida codicia compasiva, sino de que mi “yo” está de tal modo hundido en ese amor, que procede de Dios y es el referente más profundo de mi identidad, que mi vida es un foco desbordante de misericordia y de bondad enraizado en la experiencia íntima de Dios. De ese modo, incorporo al prójimo a mi misma vida, la que Dios me ofrece, alienta y acompaña; de modo que puedo sin ningún reparo decir “amo al prójimo como a mí mismo”, porque “amarme a mí mismo” no es ponerme en el centro de mi vida, sino al contrario supone, impulsado por Dios, una especie de “expatriarme de ella”, significa dejarme amar por Dios y expandir esa experiencia vital y misteriosa que trasciende intereses y egoísmos y prolonga la experiencia fundamental y fundante de mi vida (ese abismo del amor a Dios) en un rebosante derramarse que alcanza a cualquiera que pueda encontrar en mi camino, al que incorporo sin restricciones ni complejos a esa aventura apasionante…

En resumen: al prójimo trátalo y considéralo como a Dios: imprescindible para ti mismo, para poder llegar a ser tú mismo, para acceder a tu identidad, para poder vivir… y de ese modo, desde Dios y con tu prójimo, sé tú mismo… porque sin ellos ni puedes ser tú mismo, ni amándote amarles (amándoles amarte) en modo alguno…

«Concédenos amar tus preceptos para conseguir tus promesas» (orac. colecta). Y sus preceptos son los mandamientos de la Ley de Dios que Jesús nos enseña a guardar en el Evangelio. Y se resumen en «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» —el principal y primero— y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y como modelo de ese amor, Cristo mismo que nos ha amado hasta dar su vida por nosotros. Y nosotros debemos amarnos unos a otros, como Él nos ha amado. Si esto falta, nuestro amor a Dios no es verdadero. La Eucaristía, en la que Cristo sigue entregándose por nosotros, es la fuente donde bebemos el amor de Dios.

Los comentarios están cerrados.