Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo

Domingo 1 de noviembre de 2020. XXXI del Tiempo Ordinario. Solemnidad de todos los Santos

Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,1-12).

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»

REFLEXION

LA FELICIDAD NO SE COMPRA

Nadie sabemos dar una respuesta demasiado clara cuando se nos pregunta por la felicidad. ¿Qué es de verdad la felicidad? ¿En qué consiste realmente? ¿Cómo alcanzarla? ¿Por qué caminos?

Ciertamente no es fácil acertar a ser feliz. No se logra la felicidad de cualquier manera. No basta conseguir lo que uno andaba buscando. No es suficiente satisfacer los deseos. Cuando uno ha conseguido lo que quería, descubre que está de nuevo buscando ser feliz.

También es claro que la felicidad no se puede comprar. No se la puede adquirir en ningún gran almacén, como tampoco la alegría, la amistad o la ternura. Con dinero sólo podemos comprar apariencia de felicidad.

Por eso, hay tantas personas tristes en nuestras calles. La felicidad ha sido sustituida por el placer, la comodidad y el bienestar. Pero nadie sabe cómo devolverle al hombre de hoy el gozo, la libertad, la experiencia de plenitud.

Nosotros tenemos nuestras «bienaventuranzas». Suenan así: Dichosos los que tienen todo asegurado, los que se pueden comprar el último modelo, los que siempre triunfan, a costa de lo que sea, los que son aplaudidos, los que disfrutan de la vida sin escrúpulos, los que se desentienden de los problemas…

Jesús ha puesto nuestra «felicidad» cabeza abajo. Ha dado un vuelco total a nuestra manera de entender la vida y nos ha descubierto que estamos corriendo «en dirección contraria».

Hay otro camino verdadero para ser feliz, que a nosotros nos parece falso e increíble. La verdadera felicidad es algo que uno se la encuentra de paso, como fruto de un seguimiento sencillo y fiel a Jesús. ¿En qué creer? ¿En las bienaventuranzas de Jesús o en los reclamos de felicidad de nuestra sociedad?

Tenemos que elegir entre estos dos caminos. O bien, tratar de asegurar nuestra pequeña felicidad y sufrir lo menos posible, sin amar, sin tener piedad de nadie, sin compartir… O bien, amar… buscar la justicia, estar cerca del que sufre y aceptar el sufrimiento que sea necesario, creyendo en una felicidad más profunda. Uno se va haciendo creyente cuando va descubriendo prácticamente que el hombre es más feliz cuando ama, incluso sufriendo, que cuando no ama y por lo tanto no sufre por ello.

Es una equivocación pensar que el cristiano está llamado a vivir fastidiándose más que los demás, de manera más infeliz que los otros. Ser cristiano, por el contrario, es buscar la verdadera felicidad por el camino señalado por Jesús. Una felicidad que comienza aquí, aunque alcanza su plenitud en el encuentro final con Dios.

Hoy miramos hacia el cielo, la vida del mundo futuro que profesamos en el Credo. Y contemplamos a Dios, con la Virgen María y todos los santos que nos han precedido en el camino de la fe. Ellos interceden por nosotros (orac. colecta y orac. sobre las ofrendas) y eternamente alaban a Dios en la Jerusalén celeste, que es nuestra madre. Hacia ella caminamos guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia en quienes encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad (Pf.). La Eucaristía es siempre anticipo de esa gloria celestial: «que pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del reino de los cielos»

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