A todos los que encontréis, llamadlos a la boda

Domingo 11 de octubre de 2020. XXVIII del Tiempo Ordinario

Lectura del evangelio según san Mateo (22,1-14).

En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: «Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda.» Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: «La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda.» Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?» El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: «Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.» Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»

REFLEXIÓN

EN LOS CRUCES DE LOS CAMINOS

Jesús conocía muy bien la vida dura y monótona de los campesinos. Sabía cómo esperaban la llegada del sábado para «liberarse» del trabajo. Los veía
disfrutar en las fiestas y en las bodas. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a un banquete y poder sentarse a la mesa con los vecinos a compartir una fiesta?.

Movido por su experiencia de Dios, Jesús comenzó a hablarles de una manera sorprendente. La vida no es sólo esta vida de trabajos y preocupaciones, penas y sinsabores. Dios está preparando una fiesta final para todos sus hijos e hijas. A todos los quiere ver sentados junto a él, en torno a una misma mesa, disfrutando para siempre de una vida plenamente dichosa.

Jesús no se contentaba sólo con hablar así de Dios. Él mismo invitaba a todos a su mesa y comía incluso con pecadores e indeseables. Quería ser para todos la gran invitación de Dios a la fiesta final. Los quería ver recibiendo con gozo la invitación y creando entre todos un clima más amistoso y fraterno que los preparara adecuadamente para la fiesta final.

¿Qué ha sido de esta invitación?. ¿Quién la anuncia?. ¿Quién la escucha?, ¿Dónde se puede tener noticias de esta fiesta? Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a todo lo que no sea nuestro propio interés inmediato, no creemos necesitar de Dios. ¿No nos estamos acostumbrando poco a poco a vivir sin necesidad de una esperanza última en nada?

En la parábola de Mateo, cuando los que tienen tierras y negocios rechazan
la invitación, el rey dice a sus criados: «Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda». La orden es inaudita, pero refleja lo que siente Jesús. A pesar de tanto rechazo y menosprecio, habrá fiesta. Dios no ha cambiado. Hay que seguir convidando, porque El siempre nos espera.

Pero ahora lo mejor es ir a «los cruces de los caminos» por donde pasan tantas gentes errantes, sin tierras ni negocios, a los que nadie ha invitado nunca a nada. Ellos pueden entender mejor que nadie la invitación. Pueden recordarnos la necesidad última que tenemos de Dios. Pueden enseñarnos la esperanza.

La liturgia de hoy nos eleva a contemplar nuestro futuro definitivo, la alegría eterna del cielo. Y utiliza para ello el símbolo del banquete festivo preparado por el Señor que enjugará las lágrimas de todos los rostros (1 lect.). Y el Evangelio presenta la parábola del banquete de bodas al que todos estamos convidados. Nos tenemos que preguntar si nosotros somos de los que, con nuestro modo de vivir, estamos rechazando esa invitación. Todavía estamos a tiempo de cambiar y de revestirnos de la gracia de Dios para poder participar en la Eucaristía que, celebrada con amor, nos lleva a la gloria del cielo (orac. sobre las ofrendas), la casa del Señor, donde habitaremos por años sin término (salmo resp.).

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